OCHO DE MAYO, UN DÍA ACIAGO. Capítulo VIII. En algún rincón de mi conciencia, a pesar de mi desbordamiento emocional, debía estar dándome cuenta de que algún tipo de ciclo en mi vida se estaba cerrando funestamente. Estos individuos (no supe cómo se llamaban, no me lo dijeron), tan seguros de sí mismos y sus inexpugnables razones (uno de ellos me hacía preguntas como si fuera un policía y a lo mejor lo era: cuándo había forzado la reja o cuántas veces había ido por allí, y cosas así; incluso me dijo que había fotografiado el coche), eran la copia humana exacta al anterior propietario, ese que nos humillaba hace sesenta años, durante el mucho tiempo que vivimos allí, permitiendo que mi padre tuviera que cagar diariamente entre las piedras, mi madre tuviera que cagar diariamente entre las piedras y yo tuviera que cagar diariamente entre las piedras. Como hacía nuestra perrita, Cuca. Mis padres aguantaron todo eso para sobrevivir; éramos personas con pocas capacidades y menos recursos, abocados al vasallaje. Esa mañana, a mí me estaba pasando exactamente lo mismo, gentes como nosotros nunca pudimos hacer nada con gentes como ellos. Les pedí media hora para recoger el equipo (que apenas había utilizado, maldita sea) y para intentar reparar la reja, cosa harto difícil porque no tenía suficientes clavos y los barrotes estaban muy torcidos. Mientras, Charlie iba y venía a lo suyo: perseguir sombras de conejos, cosa que también me reprocharon. Me dijeron que lo metiera en el coche, lo que no hice. Charlie observaba la situación sentado tranquilamente; el segundo individuo, más silencioso y de peor gesto (el policía), se acercó a Míster Brown y le tocó la cabeza amigablemente y, por si fuera poco nuestra delicada situación, mi aristocrático e insobornable perrito, más valiente y entero que yo y que además no permite esas confianzas, le lanzó los dientes y estuvo a punto de morderle. Menos mal que no llegó a hacerlo…
28 MAYO 2018
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