OCHO DE MAYO, UN DÍA ACIAGO. Capítulo X. No conseguía recomponer la reja del todo por no tener ni clavos suficientes ni herramientas, cosa que le dije al jefe; este le dijo al otro que se encargara él y a mí que me largara de allí de una vez. Por si fuera poco mi aturullamiento, y poco airosa la situación, me acerqué a los tipos a despedirme dándoles la mano (al fin y al cabo, con mejor o peor estilo, me habían “perdonado”). Correspondieron a la amigable despedida. En ese momento, una complicación más: Charlie se había largado a perseguir conejos y no volvía a pesar de que le llamaba. Los señores del territorio, me miraban sin duda hartos de mí, pero yo lo estaba mucho más de ellos porque me habían jodido y yo a ellos apenas nada, porque la casa, abocada a su pronta desaparición, salvo por el desprendimiento de la reja fácilmente reparable, no había sufrido daño. Me había dedicado durante más de una hora a cambiar muebles de sitio, solo había conseguido hacer dos fotografías y, encima, había tenido que soportar sus conminatorias caras durante casi otra hora más. Lo peor no solo fueron las inclemencias que estaba soportando, sino que mi propósito largamente acunado de recrear fotográficamente mi infancia, en aquella casa tan detestada por mí en aquellos años infantiles, se había malogrado para siempre. Me había dado por pensar, obsesivamente, que esa invocación a la memoria, oficiada por la ceremonia fotográfica, me ayudaría a exorcizar demonios y ahuyentar sombras que creía claves para entender toda mi vida posterior. Muy psicoanalítico todo y quizá nada consistente, pero llevaba años obsesionado con que eso era importante para mí. Esta es la primera fotografía que hice, una vez recoloqué algunos de los muebles esparcidos. Hasta la viga del techo, en el centro de la habitación, era el comedor, amueblado con una mesa redonda, cuatro pobres sillas de madera, una cómoda de madera oscura, casi negra, y nada más de lo que me pueda acordar. Tampoco recuerdo que esa habitación la utilizáramos nunca. Ahora había tres mesas iguales, cuadradas y muy pesadas, de patas de hierro y tablero de mármol; no adiviné a qué podría destinarlas el hombre solo que habitó la casa. El resto del espacio a partir de la viga, más pequeño, era el dormitorio donde estaban colocadas la cama de matrimonio de mis padres y una pequeña cama de cabecero azul donde dormía yo. En verano, a la hora de la siesta, podía ver los incontables agujeros por los que se filtraba el sol a través del cañizo. En invierno, era el agua la que se colaba sobre nosotros…
30 MAYO 2018
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