A VUELTAS CON LAS COSAS DE LA CIUDAD (epílogo): nos acercamos a cenar con Jackie, Lucía, y Emma a una terraza de verano. En una mesa próxima a la nuestra había una pandilla de seis jubilados, todos hombres. Sus caras, y no tanto sus cuerpos (ya muy estropeados), me resultaban vagamente conocidos. Más allá, otra pandilla, también de jubilados y también de mi edad (más o menos) en la que había dos mujeres y tres o cuatro hombres. También me resultaban conocidos. Claro, cómo no iba a ser así si llevamos más de sesenta años cruzándonos por la ciudad. Seguramente hemos coincidido en bares, cines, calles, fiestas, galerías de arte y hasta en discotecas. Y, por menos de nada, hasta hemos hablado, hace treinta años, por ejemplo. A los que tenía cerca sí les prestaba algo de atención, podía oír lo que decían. Me daba pereza escuchar pero no mirar y comprobar el deterioro de esos muchachos entrados en años, como yo. Nuestro caso ya no tiene solución, desde luego que no. Ellos se divertían, aparentemente, porque hablaban, que no conversaban, animadamente, o quizá tan solo animosamente. Lo que no supe bien es si llegaban a escucharse. Por ejemplo, cuando nos sentamos los oí que repasaban, uno tras otro, su momento de jubilación (cuestiones burocráticas, tal vez). Más adelante, repasaron su plan existencial diario, también por orden: a la hora que se levantaban, comían, lo que hacían por la tarde y cosas así. Uno de ellos, con una camisa de cuadros tan horrible que era para que le detuviera una deseable brigada contra atentados estéticos, lo que más feliz le hacía, a juzgar por el entusiasmo con el que lo contaba, era la partida de por la tarde, que supongo que sería de mus. Y así un día tras otro, hasta que Dios se los lleve al paraíso del que ni siquiera se acuerdan, aunque sea uno de los pilares de su razón de ser. Incautos. Me pareció que cenaron bien y que se sentían bastante satisfechos con sus vidas. La otra pandilla estaba más alejada, por lo que no podía oír lo que decían. Parecía más fina (del tipo funcionario o profesional “liberal”). Un escalón social un poquito por encima. Ellos vestían con un esmerado y anodino estilo pequeñoburgués: pantalones largos pulcramente planchados, cinturón, y camisas por dentro del pantalón. Ellas, armadas de abanicos, con cortes de pelo impecables y levemente maquilladas, vestían apropiadamente para salir a cenar a una terraza veraniega con gente de su clase y condición. Todos sesentones y perfectamente integrados y satisfechos, al menos lo parecían. Jackie, norteamericana, comentó que el estilo de vestir de los toledanos (y tal vez castellanos), era muy característico y uniforme. Muy observadora y perspicaz mi nuera…
24 AGOSTO 2019
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