DIGRESIÓN DOS. Los Hijos, de Lucy Kirkwood. Versión y Dirección: David Serrano. Intérpretes: Adriana Ozores, Susi Sánchez y Joaquín Climent. Teatro Pavón Kamikaze, Madrid, tres de enero de dos mil veinte.
El hombre de la fotografía aplaudió quedo al final de la obra, despacio, como si no quisiera. Viendo con la morosidad y poco entusiasmo que lo hacía no se debía oír ni él. Yo tampoco, porque ni siquiera aplaudí. Tampoco la producción del Kamikaze debió creerse del todo el tinglado, porque ni siquiera nos ofrecieron videos de fondo con escenas de catástrofes apocalípticas para amenizar la representación; sin embargo, a pesar de la pobretona puesta en escena, nos cobraron lo mismo. En cuanto al texto de Lucy, la autora, una joven “apabullante” según Serrano quien dice en el programa de mano: “…ha sabido reflejar con tan solo treinta y cinco años los anhelos, miedos y decepciones de unos personajes con casi el doble de edad”. Yo soy todavía más viejo que los personajes, y no, no me sentí en absoluto representado, o sí, y el problema es que para ellos (los personajes) y para mí, nuestras vidas son perfectamente prescindibles, luego para qué el empeño. Sí me gustó una frase, o más bien el presupuesto existencial de Hazel, sesenta y dos años según confiesa (a partir de una cierta edad, decirla se convierte en impúdico y vergonzante), que afirma con la rabia de una adolescente que ella “está viva” y que cada día de su vida procura crecer, porque si no para qué vivir. Me sentí identificado con ese personaje exactamente cuando dice eso, el problema es que no me resultaba creíble, sencillamente porque a partir de una cierta edad no tenemos ninguna posibilidad de crecer o de llegar a ningún sitio y menos cuesta arriba (por lo de crecer). Yo no me siento creíble intentando “sentirme vivo y creciendo”, claro que tengo cuatro años más que ella y para los sexagenarios cada minuto que pasa resta, nunca suma. Esta obrita de Lucy, encapsula, quizá con la soberbia de la treintena, varios asuntos serios en uno, a saber: la sostenibilidad energética del planeta y de los personajes; la relación con los hijos (emocional, afectiva y transcendente); la solidaridad humana; el matrimonio y la lealtad y, por si fuera poco todo esto, el sostenimiento vivencial de los jubilados y hasta el yoga como ejercicio para combatir el decaimiento de las carnes y la tonificación del alma. Bien, no digo que no sea posible tanta sobreabundancia temática, pero a Lucy no le termina de salir, sencillamente porque la obra es aburrida. Lo único que es imperdonable en cualquier expresión creativa es el aburrimiento y esta obra lo es hasta el bostezo (para mí sí, desde luego). Dicho queda.
9 FEBRERO 2020
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