VIAJE A MÉXICO, Julio 2019
Oaxaca:
miércoles diecisiete, por la tarde
Continuamos calle abajo hasta llegar al Zócalo.
Fue una sorpresa que en las inmediaciones de la plaza se celebrará una fiesta de bailarines ancianos de Danzón, con una orquesta compuesta por diez o doce músicos estupendos.
Era enternecedor y emotivo ver a gente de más de sesenta o setenta años bailar danzón pausada y ceremoniosamente. Probablemente habían bailado esa maravillosa música toda su vida. A mí me perturbó mucho ese espectáculo humano, por incomprensible, pero real y entrañable. Bailaban ritualmente sobre sus propias tumbas.
La idiosincrasia del mexicano me resulta difícil de entender, al menos desde la superficialidad de turista: tienen un sentido fatal de la vida en clave surrealista pero no paran de cantar, bailar, tal vez de sufrir y, desde luego, se aferran con energía y rabia a la vida, o quizá, tan solo, al no morir todavía.
Tan distintos a los europeos e incluso a otros latinoamericanos y, desde luego, a los españoles.
A propósito de diferencias entre españoles y mexicanos, y a pesar de todos los vínculos culturales que nos unen, ellos, en su relación con la mal llamada “madre patria”, no mostraban especial empatía.
No parecía que nos apreciaran mucho.
Cuando alguien nos preguntaba de dónde habíamos llegado y mencionábamos España, no recibíamos ningún gesto de reconocimiento y mucho menos de simpatía, como si hubiéramos dicho que éramos mogoles.
Siempre que se referían a España lo hacían como una referencia lejana e indiferente para ellos. Eso nos parecía.
También resultaba curioso que en la calle se dirigieran a nosotros en inglés, y el absurdo llegaba hasta el punto de que, a pesar de que les decíamos que hablábamos español, continuaban hablándonos en inglés. Nada podíamos hacer para cambiar esa circunstancia. Carecía de importancia.
Cenamos en la terraza de un restaurante italiano. Pasta, cerveza y tiramisú. Volvimos al hotel a las diez de la noche. El bar estaba cerrado y no pudimos explorar las oscuras simas del mezcal…