DIARIO DE ENVEJECIMIENTO UNO, diecinueve de febrero de dos mil veinte
Hoy me he levantado especialmente sombrío. Todo se me aparece con una desoladora claridad y la pregunta clave me golpea inclemente: ¿Para qué? Recuerdo haberme pasado los últimos años, quizás quince o casi veinte, pensando en que todo lo que hiciera, todo lo que pudiera reunir, como si de un Diógenes existencial se tratara, me ayudaría a bien vivir en los años finales, arrullado por la memoria de todo lo hecho y recogido en este diario, concretado en fotografías y retazos de memoria escrita. En fin, que todo ese descomunal esfuerzo (tal vez no ha sido para tanto), supondría una especie de flotador en la agitada ventolera del decaimiento. Sin embargo, la duda me golpea en forma de triste decepción (unos días sí y otros no) porque nada de lo escrito o de las fotos realizadas, libros leídos, obras de teatro y cine vistas, museos y exposiciones visitadas, personas conocidas y fotografiadas, me han salvado de nada. Tampoco mi vida sexual (bastante activa, menos mal, aunque nunca suficiente), me redime de nada porque ya el olvido lo cubre todo con el manto de la banalidad. Los testimonios que he ido recogiendo de esas experiencias, tampoco. Ya nada sirve de nada. Podría seguir acumulando fotografías, entradas de diario, libros leídos, copias fotográficas hechas, y qué, no sirve, tampoco sirve. Hoy, tendré que resolver cómo afrontar el día, y mis cajas de copias y los miles y miles de negativos no me ayudarán en nada. Todo es pasto de olvido. El problema es qué haré hoy para dejar de pensar en que me muero. Que ya no me queda nada que hacer. Sospecho que la clave únicamente se encuentra en conseguir entretenerse. Julián, el padre de Naty, con cáncer en estado avanzado, para afrontar su íntimo desgarro, lúcidamente ocupaba su poco tiempo por delante en hacer crucigramas. Quizá, únicamente todo consista en eso, y ya está, sin más. No sé.
1 JULIO 2020
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