LA ACTUALIDAD POLÍTICA, de la que no quiero ocuparme, a veces me obliga a pensar dado que, diariamente, suceden hechos que me sobresaltan y escandalizan. Últimamente, y como casi siempre, me preocupan decisiones gubernamentales que agreden brutalmente a nuestra estructura territorial, luego a nuestra historia y cultura. Nuestros enemigos han decidido descomponerla primero y destruirla después. Eso me indigna desde una pasividad que me resuena como impotente derrota. Siento vívidamente que soy hijo de nuestra cultura y, sobre todo, de nuestra lengua, en la que me siento integrado y tranquilo. Desde esa segura perspectiva, y a pesar de mis golpeadas adherencias emocionales, tan solo tendría que estar pendiente de mi ombligo que, por cierto, ahora lo estoy especialmente porque me han confirmado que tengo una hernia umbilical, seguramente provocada por una obsesiva y continuada contemplación. El caso es que, a riesgo de repetirme (lo que estéticamente detesto), en estos últimos días me ha sublevado la decisión gubernamental de eliminar el idioma español como lengua vehicular en la enseñanza. Obviamente, esa decisión supone que, no mucho más allá de tres generaciones, el país, como unidad cultural y política, tal y como lo conocemos históricamente, se irá a la mierda. Nos constituye, no solo lo que hacemos, sino también las palabras con las que nos comunicamos entre nosotros y nos proyectamos culturalmente hacía el resto del mundo. En cuanto se produzca la previsible incomunicación entre regiones, carecerá de sentido que permanezcamos en una misma estructura política si no nos entendemos al no compartir la misma lengua. A partir de la disgregación, seremos menos, sin duda. Lo más llamativo de esa aberrante medida es la absoluta y profundamente estúpida incoherencia que supone que, quien ha decidido ponerla en marcha es el propio gobierno del país: destruir lo que gobiernan, que viene a ser igual que ser un pirómano en tu propia casa. Hay que ser profundamente imbécil para traicionarte a ti mismo. Ese gesto, de tan inconmensurable maldad autodestructiva, solo puede traer inestabilidad y dolor a los inocentes sobre los que gobiernan. La tristísima eventualidad de las decisiones de un gobierno que nos desgobierna está fuera del alcance de mi capacidad de comprensión, a no ser que recurriese a fundamentos filosóficos nihilistas, antisistema, destructivos (la erótica de destruir por destruir), o simplemente a posturas fanatizadas y terroristas. Pero hay más, muchas más decisiones diarias, casi igualmente suicidas desde la perspectiva democrática y liberal (opción política en la que creo), como constituir un comité censor de la libertad de expresión, o gastar millones de euros que no tenemos en el sinsentido de desenterrar huesos olvidados, y otras aberraciones frentistas ya ampliamente superadas por la sensatez y los buenos propósitos de los que somos capaces los españoles de bien. No sigo por el camino de los agravios a la inteligencia y buen gobierno porque no estoy capacitado, no acabaría nunca, y, además, porque no tengo ninguna responsabilidad en evidenciar la prepotente y doctrinaria locura de la que somos víctimas, ni ningún otro aspecto que vaya más allá de mi doliente ombligo.
14 NOVIEMBRE 2020
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