DIARIO ÍNTIMO (4)
Los amigos que se perdieron (3)
Viernes, diez de septiembre de dos mil veintiuno
Este hombre fue mi gran amigo de la década de los ochenta. Llegó a mi casa una anochecida otoñal, hace ahora cuarenta años. A su hermano y a él, les había invitado Carmen, mi exmujer. Fue curioso que, casi todos los amigos de aquella época llegaron de la mano de Carmen. Era el lado sociable de mi vida. Yo era de una proverbial ineptitud en ese aspecto (ahora cuarenta años después, es todavía peor, si cabe).
Con L., dos años más joven que yo, enseguida entablé una intensa amistad que abarcaba, larguísimas charlas en mi casa, animadas con coñac y café. Eso mismo tomábamos en nuestras frecuentes salidas nocturnas. Él siempre tenía mujeres cerca, proyectos de noviazgos que se frustraban o que pasaban por intervalos de cese de las relaciones y que más tarde retomaba. Su vida sentimental era agitada y muy tenaz.
Por mi parte, yo aportaba también lo mío: la crisis y la separación de Carmen y después, noviazgos por doquier. Hicimos viajes, fotografías, excursiones de fin de semana y, sobre todo, muy por encima de cualquier otro aspecto, mantuvimos un nivel de confidencialidad sin reservas, profuso e incansable. Quizá puedo afirmar sin riesgo de error, que ha sido la persona, exceptuando a Carmen y a Naty, claro, con la que más he hablado de cuestiones personales o de cualquier otro orden en mi vida.
Curiosamente, el día que conocí a Naty, en una discoteca de mi ciudad, en 1990, íbamos juntos.
A partir del momento que Naty y yo formalizamos nuestra relación, algunos fines de semana salía con nosotros. Se casó con E., en 1997.
A partir de su matrimonio todo se difuminó hasta el distanciamiento más absoluto. En estos últimos veinticuatro años, nos hemos visto o hablado telefónicamente no más de diez veces. Seguramente menos.
Ahora me llama muy de tarde en tarde y nos hablamos con considerada atención y todo el respeto del mundo, pero la magia de nuestra especial relación, en la que hubo de todo, hasta traiciones por mujeres, que nos interesaban a ambos, se ha perdido. Ahora ya, cuando cogemos el teléfono, la conversación se sustenta en voluntarismo más que en cualquier otra cosa. Puede que esta inestable cadencia no dure mucho.
Lo más conveniente, para evitar sofocos y duras ascensiones a ninguna parte, es alejarse discretamente hasta que alguno de nosotros lea la esquela mortuoria del otro en una esquina, si no ha desparecido ese formato de comunicación luctuosa definitivamente…