DIARIO ÍNTIMO (5)
Los amigos que se perdieron (4)
Viernes, diez de septiembre de dos mil veintiuno
Este hombre era un artista integral: escultor, pintor, director de teatro, actor… Hasta marinero y boxeador fue. Ya no sé lo que sigue siendo o no; boxeador seguro que no.
Llegó a mi vida a través de mi mujer de entonces (Carmen), en 1981. Enseguida empatizamos y los cuatro años siguientes nos dedicamos a cultivar una amistad bastante intensa, que comprendía visitas frecuentes un día del fin de semana a su casa, en un pueblo cercano de la provincia. Nos acercábamos a su casa por la tarde, generalmente los domingos, con nuestro hijo Gabriel y con frecuencia con mi amigo L., y a veces con alguno más que ya no recuerdo. Gabriel era muy niño y jugaba con los cuatro hijos de M y T, también pequeños.
Merendábamos y discutíamos acaloradamente de cualquier tema imaginable, sobre todo de arte y cultura, a lo que éramos muy aficionados todos. Se podría calificar aquella amistad como perfecta, tanto por el formato de relación como por la afinidad en multitud de aspectos del hecho de vivir.
Esa relación tan idílica duró hasta que Carmen y yo nos separamos, en 1984.
A partir de ese momento solo volví a su casa seis años después, pero ya con Naty. La experiencia fue tensa, gélida. No volvimos.
Sorpresivamente, en 2014, volvieron a contactar conmigo telefónicamente y enseguida me movilicé porque tenía muchas ganas de verlos y saber qué había sido de su vida a lo largo de los casi treinta últimos años. En algún momento de esa larguísima pausa temí que M., hubiera muerto. Afortunadamente no fue así y ahí estaba, envejecido, pero guardando los rescoldos de su poderosa energía.
Nos apresuramos a restablecer antiguas costumbres, visitas a su casa en domingo, a comer. Ellos también vinieron a nuestra casa. Pero, ya nada era igual. El tiempo había barrido todo lo que fue, ahora el territorio donde nos movimos unas pocas veces era espacio baldío, inhóspito, inclemente, violentado por los implacables años.
Este remedo de amistad recobrada tan solo duro, intermitentemente, poco más de un año. Tres o cuatro visitas en total y silencio. Los llamé recién comenzado el confinamiento pandémico y noté que ya se había acabado todo. Implícitamente, por las palabras que cruzamos y la desgana y las evasivas que detecté en Manuel supe que no querían volver a vernos.
Siempre es igual, en un momento de cualquier relación, sea familiar o de amistad, una de las partes decide que ya está bien, que ya no hay causa o razón de continuar manteniendo el contacto. No hay culpas, hay cansancio y sinsentido. No merece la pena forzar nada, por supuesto.
No volveré a ver ninguno de mis dos antiguos amigos M y T. Una gran lástima porque los respetaba y quería.