DIARIO ÍNTIMO (9)
Estoy deprimido, o No.
Jueves, dieciséis de septiembre de dos mil veintiuno
Después de la terrible frustración del viaje No realizado, me he quedado anonado. Atontado.
Si al menos el desorientado conductor que acabo con mis posibles días felices de viaje hubiera sido Inglés o Japonés (conduciría por la izquierda), lo habría entendido, más o menos; pero No, era de Logroño. Insoportable y absurda circunstancia.
El vacío que han dejado Naty y Míster Brown en la casa, después de tantos años conviviendo diariamente, me ha descolocado vivencialmente. Absolutamente. En cuando al Chuchi, mi querido perrito, lo tendré conmigo toda la semana que viene. Menos mal. A medida que las personas se alejan y hasta nosotros mismos nos alejamos de lo que ha sido nuestra vida, los perritos se hacen grandes, muy Grandes. Colonizan nuestro polvoriento corazón porque son inmensa e incondicionalmente generosos. Amorosos para siempre. Ellos no saben de desfallecimientos.
Creo que debería buscarme una buena mujer que me haga un poco de compañía (solo un poco). O al menos que me preste un número de teléfono para llamarla de vez en cuando y llorar un rato. No, no creo que ninguna mujer estuviera dispuesta a eso; a no ser que pague: por sexo o por una entelequia, también llamada terapia. Eso sí, la condición imprescindible para cualquier ayuda existencial a la que recurra pasa porque sea una Socorrista (nunca un Socorristo).
He salido de mi casa a las ocho (anoche dormí algo mejor).
Cuando he puesto un pie en la calle, he decidido hacer un determinado itinerario, inmediatamente después, otro, y diez pasos más adelante un tercero. Al menos soy flexible con las decisiones sin importancia (las importantes ya sé que siempre serán equivocadas).
He ido a la ciudad (en el campo hay demasiado barro estos días). He entrado por la puerta de la fotografía, una vez que he cruzado el puente que salva el río (vivo extramuros, con un río triste de por medio).
He ascendido por una empinada cuesta y he seguido un itinerario de este a oeste, como casi siempre hago, tomando calles al azar. En ninguna me he encontrado nada que me sorprendiera.
Por más que me empeño en mirar con buenos ojos esa amalgama de construcciones decrépitas (si fueran nuevas, sería todavía peor), no soy capaz de dialogar con nada de lo que me encuentro: Edificios enormes antiguos, o simplemente viejos, destinados al rutinario y antipático cultivo de la burocracia. Iglesias, también viejas, sin belleza; conventos de puertas y ventanas impenetrables, abarrotadas de polvo y telarañas; plazas y calles vacías; casas de hace siglos de puertas herméticas e inclementes que cuando están entreabiertas permiten entrever, púdicamente, patios oscuros poblados de sombras y humedad.
Los únicos seres vivos que me he encontrado en las calles eran repartidores de suministros; padres que llevaban de la mano a niños sin alegría, uniformados, que tendrían que pasar la mañana con otros niños, también uniformados, con tan poca alegría como ellos; tristes oficinistas que iban a refugiarse durante horas en tétricas oficinas, intercambiando maledicencias e intrigas triviales. Ninguno se parecía a Kafka.
He procurado caminar por las calles, tocado con mi sombrero arrugado, estirado de cuerpo, intentando lucir una prestancia imposible ya. He llegado a mi casa, dos horas después, terriblemente cansado de disimular mi decepción general.
La Fotografía: Realizada hace treinta y nueve años y seis meses. Hará cuarenta en primavera. Pronto, mis fotografías serán más viejas que yo mismo. El arco de entrada está ahora absolutamente igual que cuando hice la foto. Las ciudades históricas es lo que tienen: no lo son tanto porque hayan sucedido hechos históricos relevantes, sino porque todo sigue igual en ellas por los siglos de los siglos. Amén.