DIARIO de las otras COSAS 31
dos de marzo de dos mil veintidós
No sé muy bien por qué hay que prestar atención siempre a las cosas relevantes, cuando en la vida, la mayor parte del tiempo lo pasamos enredados en cosas sin importancia (o durmiendo). Es mi caso.
Hoy, por ejemplo, a las ocho de la mañana, hemos salido a pasear mi perrito y yo. Durante el paseo, en audible, he ido oyendo, La Revolución rusa contada para escépticos, o, dicho de otro modo, para perezosos intelectuales (como yo), de Juan Eslava Galán (divulgador histórico y cultural de amplio espectro), que además he terminado. Lo que no sé es por qué Juan califica de escépticos a sus posibles lectores, porque las aberraciones que allí ocurrieron fueron tan inconmensurables, que no caben escepticismos ni dudas. Las cosas fueron como fueron y eso lo sabe todo el mundo, salvo algunos desinformados y mentecatos descerebrados.
Hemos vuelto a las diez y hemos ido directamente a ver a su veterinario, para que nos vendiera las pastillas de desparasitación. He hablado brevemente con él, siempre en términos amables y formales, que no amigables (no me cae especialmente bien, aunque tampoco mal), y nos hemos ido a toda prisa al consultorio médico, tenía cita para que me informaran de los resultados de la analítica de revisión anual.
Me han tenido exactamente cincuenta minutos esperando, pero no he protestado, cuando tenía que haberme indignado por la falta de respeto al tiempo de la gente (como dicen los políticos de la izquierda, creo que extrema, ahora que está de moda semejante y superficial calificativo, pero es que esas “gentes” no dan más de sí).
Lo que más me ha fastidiado no fue mi espera (que también), sino que he hecho esperar a Charlie Brown solo en el coche.
La doctora me ha dicho que todos los parámetros que habían analizado estaban óptimos: colesterol, azúcar, hígado y algunos otros relevantes que ahora no recuerdo. Es más, al parecer, cada año estoy mejor. Lo mismo la vida se me hará larga. Ya veremos. He vuelto a mi casa a las doce y he laborado un poco en las cosas -sin importancia- que me tienen tan ocupado.
A la una y media, me he preparado la comida: col rehogada y pez espada a la plancha, un plátano y un yogur natural. Claro, y encima como bastante sano por lo que, seguramente, duraré mucho para nada. Ya veremos.
Luego, siesta al sol en mi estudio, después de haber leído en torno a media hora, absolutamente despreocupado.
Y ahora, en este preciso momento (16:46) escribo este texto intranscendente y después otro y tal vez otro más. Lo mismo me muero de un ataque de banalidad y despreocupación. Ya veremos.
Más tarde, tal vez vea una película (decidiré sobre la marcha si será de entretenimiento o de tesis). Me iré a la cama entre las diez y media y once. También ligero de equipaje espiritual, líquido casi. Nada más acostarme, Charlie se asomará tímidamente a la puerta del dormitorio, pidiéndome permiso para acostarse cerca, en mi cama. Todas las noches repite la misma ceremonia. Le doy permiso y él acerca su cara a la mía, como agradeciéndomelo. Leo un ratito y me quedo profundamente dormido. El día habrá acabado perfectamente insustancial y hasta feliz, aunque no plenamente satisfecho por tanta trivialidad que ha infectado mi vida (aunque eso no lo haya acusado mi analítica clínica). Mañana me propongo hacer exactamente lo mismo, y al otro y al otro y así hasta el final de mi tiempo. Seguiré empleándome en mi particular vacío porque siempre hay margen de mejora en lo que se hace bien, si te esfuerzas, claro.
La Fotografía: Mi perrito durmiendo la siesta sobre mi pierna (yo lo hacía sobre un sillón, unos cojines y sobre mi futilidad). Sin riesgo de equivocación al ser vivo que más importo y el que más me quiere, con diferencia, o al menos así me lo demuestra saltando como loco cuando pasa unos días sin verme, es Charlie. Nadie muestra, ni mucho menos, tanta alegría estando conmigo. Yo lo sé, y supongo que él da por hecho que al revés es lo mismo. Probablemente no se equivoque porque los perritos son muy inteligentes, al menos Charlie lo es. Lo único que puede salvarnos a los que hemos pasado el corte de la soledad irredenta es tener un perro y yo lo tengo, el mejor de todos ellos.