LOS DÍAS (33.1)
Domingo, cuatro de septiembre de dos mil veintidós
Anoche, sábado, me decidí a mover el culo de la tumbona del patio, donde perdía miserablemente el tiempo viendo una serie, entretenida eso sí, pero nada más. Llevo varios fines de semana metido en mi casa, solo asomándome al campo a pasear con Mi Charlie o solo. A las doce me acerqué a una terraza de copas para gente de todo tipo, pero a la que solo van maduros o viejos (observación inclusiva: maduras y viejas). Eso sí, se arreglan y decoran como buenamente pueden, como si fueran a ligar. Yo también. Ni ellos consiguen ni un ápice de atractivo, ni yo ligar. Me senté en un pretil, sin consumir nada (solo faltaba que me hubiera tomado una mala copa) y me dediqué a ver lo poco que me gustaba todo el mundo. A la una ya me estaba acostando.
Últimamente, casi nada consigue estropearme el buen ánimo que adorna mis días.
Hoy me he levantado tarde (8:30), he desayunado y me he dirigido a la ciudad con la cámara…
La Fotografía: No había pensado en un itinerario previamente porque, cuando voy a la ciudad en plan flanêur, casi nunca predetermino la ruta a seguir; me dejo llevar por impulsos automáticos. Me desvié, nada más cruzar el puente sobre el Tajo, hacia el parque bastante descuidado en la orilla derecha del río, llamado Safont. Allí me tropecé con este tronco tendido en el suelo. Fotografié porque, aparte de la rudeza y fuerza expresiva de lo tallado, me pregunté si el espontáneo escultor seguiría amando tanto como cuando decidió confesarlo de ese modo tan esforzado y contundente. Lo dudé.