COLECCIÓN DE MISCELÁNEAS
Sábado, quince de abril de dos mil veintitrés.
VEINTIOCHO (1). A lo largo de muchos años, no recuerdo cuantos, he mantenido una continuada e indesmayable admiración hacia La Zaranda, Teatro inestable de ninguna parte.
Las razones, muchas, todas las del mundo: la dimensión existencial de sus obras; su inagotable originalidad en los textos y puestas en escena; la brillantez y sentido del humor de sus interpretaciones; la coherente solidez y continuidad de su proyecto a lo largo de cuarenta y cinco años; su vocación alternativa y revulsiva al margen y frente a cualquier convencionalismo; el aliento poético de toda su dramaturgia; su infinita capacidad, lucidez y arrojo para desenmascarar todas las convenciones; su infatigable espíritu combativo, y muchas cosas más; y tal vez, por encima de todo, porque siempre me han caído de “puta madre”. Podría llenar varios folios con epítetos reverenciales hacia estos luchadores geniales, pero en estas entradas el espacio es siempre limitado…
Dice alguien, entre otras cosas, en el programa de mano de su último estreno:
“… la búsqueda de una poética trascendente sin perder la cotidianidad, el uso simbólico de los objetos, la expresividad visual, la depuración de textos en el propio proceso de creación y la plasmación de personajes vivos; y como método de trabajo, un riguroso proceso de creación en comunidad. La Zaranda, como cernidor que preserva lo esencial y desecha lo inservible, desarrolla una poética teatral que lejos de fórmulas estereotipadas o efímeras, se ha consolidado en un lenguaje propio, que siempre intenta evocar a la memoria e invitar a la reflexión”.
Sí, siempre he percibido a La Zaranda así, como artífices del hecho teatral perfecto, en el que puedo identificarme sin fisuras, integral y absolutamente. Me pueden interesar, y de hecho lo hacen, otros muchos conceptos y creaciones teatrales; pero los de La Zaranda son especiales para mí. Únicos e irrepetibles.
De hecho, a mí me gusta fotografiar como ellos hacen teatro.
Hoy, he asistido al estreno de su última obra: Manual para Armar un Sueño, en el Teatro de Rojas, de mi ciudad. Mañana hablaré de esta obra, y, después de todo lo escrito más arriba, si alguien lo lee sin solución de continuidad, pueda sorprenderse o pensar que me estoy volviendo loco. Pero no, no lo creo…
La Fotografía: Solo hay un gesto que siempre me ha desagradado de La Zaranda, y quizá lo interpreto con un exceso de corrección, pero me da igual, porque me parece un gesto horroroso y hasta despreciable por su parte: nunca salen a saludar al público, sus obras se funden en negro y ellos desaparecen. Las personas que hemos ido hasta un teatro y hemos escuchado con silencio y respeto lo que han querido contarnos, y encima se lo hemos agradecido con aplausos; jamás seremos merecedores de que nos enseñen su culo y su desprecio desapareciendo. Ellos, deben salir a saludarnos y reconocernos. No, no es un gesto de humildad por su parte, no, ni mucho menos puede interpretarse así, es tan solo una vulgaridad propia de personas de una displicente soberbia y malísima educación. Hoy lo han vuelto hacer, como siempre; yo no he aplaudido (nadie debía haberlo hecho), he realizado esta foto, con las personas aplaudiendo, esperando inútilmente ante un escenario vacío y fundido en negro (me pregunto, qué sentirían ellos ante un silencio sepulcral por parte de los espectadores ante su trabajo). Me he largado, enfadado, cargando una vez más con su despreciativo insulto.