DIARIO DE VIAJE: Al sureste
Miércoles: veinticuatro de mayo de dos mil veintitrés.
Preparé el equipaje por la mañana. A mediodía comí con Naty, su hermana Ana, y su madre. Volví a las cinco, cargué el coche con el equipaje y el equipo fotográfico y partí en dirección a Denia. Tenía por delante cuatrocientos sesenta kilómetros, más o menos. Demasiados, aunque no tengo problema en conducir esa distancia. A medida que avanzaba iba oyendo El Amante de Lady Chatterley, de D.H. Lawrence; que a estas alturas no había leído todavía. Enternecedor y de una absoluta determinación el amor de Constanza hacia el guardabosques. Confrontación de clases, de épocas y culturas. Novela inteligente, brillante.
Una espléndida y matizada luz de tormenta vespertina me acompañó toda la tarde. Me sentía tranquilo y animado, aunque había organizado el viaje con poca convicción y menos entusiasmo.
A veces, es más, cada vez con más frecuencia, organizo mi vida en torno a propósitos que nacen de la razón (que no es precisamente uno de mis rasgos más acusados de mi manera de ser); y ahora, en estos días, es lo que me tocaba hacer. Por qué, por nada, simplemente porque no haber salido de viaje habría supuesto quedarme aparcado en casa haciendo lo mismo que la semana anterior y la siguiente. Menuda mierda de planteamiento, pero es con lo que cuento ahora en mi vida. No hay más. El vivir como resultado de un voluntarismo chato y obsesivo.
Llegué a Denia a las nueve de la noche (me había dado bastante prisa, sin tenerla).
Había reservado un bungalow en un camping que se encontraba, al parecer, a doce kilómetros del centro, llamado Los Llanos. No obstante, con la dirección convenientemente introducida en el navegador, éste me llevó al mismísimo centro de Denia, donde, obviamente, no había ningún Camping. Probé una y otra vez y el jodido navegador no dio su brazo a torcer, siguió en bucle infernal con el único propósito de putearme.
Paré y pregunté a un transeúnte primero, y luego a una pandilla de borrachos de mediana edad (todos apenas si se tenían en pie, y se rieron de mí al mismo tiempo que intentaban hacerme una demostración práctica de cómo se manejaba el navegador escupiendo babas al mismo tiempo que balbucientes palabras). De ambas explicaciones deduje que el maldito camping estaba a hacer puñetas de donde me encontraba. Llamé al dichoso camping y me dijeron que introdujera en el navegador el nombre de un autocine, que estaba al lado. Eso hice, y mi cerval enemigo (el navegador), me volvió a situar en el mismo centro de Denia, girando y contragirando para ir y volver al mismo sitio de dónde había partido. Por fin comprendí que el navegador nunca me llevaría a ese Camping, eran las once de la noche y empecé a temer que no dormiría en una cama. Busqué otro hotel, y a ese sí, el navegador me llevó a la primera.
Toda esa inmensa estupidez que no fui capaz de resolver supuso un encarecimiento en el hospedaje de la noche y que no cenara, ya no había restaurantes abiertos ¡¡¡empezaba bien!!!
La Fotografía: Camino de Denia, por las llanuras manchegas. La travesía del héroe que no lo era, hacia ninguna parte, porque, a mí, en Denia, no se me había perdido nada.