DIARIO DE VIAJE: Al sureste
Jueves: veinticinco de mayo de dos mil veintitrés.
… Después de comer, lloviendo, me dirigí a Benidorm. Tomé la habitación del hotel que había reservado mientras esperaba la comida. Salí a pasear. Lo primero fue dirigirme al balcón del mediterráneo, la atracción turística de la ciudad por excelencia. Lo recorrí bajo la amenaza de lluvia.
Después me dirigí hacia las calles que conformaban el casco antiguo de la ciudad. Comenzó a diluviar. Me compré un impermeable amarillo en una tienda de chinos por cuatro euros. Como a pesar de todo corría el riesgo de que se mojara la cámara, me refugié en una terraza entoldada y pedí un café irlandés.
Un grupo de ocho hombres de mediana edad (parecían ingleses), bromeaban todo el tiempo y celebraban sus ocurrencias con risotadas escandalosas. Bebían tanques de cerveza y dado que tan solo eran las seis supuse que a las doce estarían absolutamente borrachos. Pues que bien.
Por lo que fuera (no llegué a saberlo), establecí una cierta sintonía con la camarera que me había atendido, una mujer joven, argentina por el acento. Cada vez que pasaba cerca de mí me dedicaba una media sonrisa, que yo correspondía con la otra media.
Cuando llegó el momento de irme, ella se dispuso a hablar conmigo y me preguntó por el impermeable, ya con una sonrisa entera, la suya, porque yo no esbocé ninguna y me fui. Lo lamenté porque habría sido una estupenda oportunidad de ligar con una bonita mujer, pero como no suelo creerme esas cosas preferí no arriesgarme, aunque nada tenía que perder. Debió de ser porque, como dije el otro día, a mí no me gusta hablar con desconocidos, salvo que sean mujeres y esta lo era. Algo no funcionó bien en mi cabeza.
Me fui a pasear al paseo marítimo de levante, largo, largo. Había muchísimos locales de copas, música a muy alto volumen y numerosos grupos de hombres extranjeros jóvenes, sin mujeres con ellos. Me dije: deben venir a cultivar la camaradería alcohólica y tal vez sexual. Pero eso solo lo supuse. Seguía lloviendo. Me harté de caminar por el dichoso paseo y luego por las calles aledañas, atestadas de gente, generalmente viejas, como yo…
La Fotografía: Para llegar al mirador, donde se ubicó el castillo de la ciudad (s XIV), hay que atravesar la plaza de Santa Ana, y es allí donde han colocado en exposición en los próximos meses (hasta septiembre) las monumentales esculturas de Jaume Plensa: Silvia, mirando hacia levante, y María, hacia poniente (o al revés, da igual porque son gemelas). Cualquier ciudad que se precie debe tener una escultura de este autor de fama mundial: Madrid, Chicago, Benidorm (temporalmente) y otras. Es un escultor netamente urbano, prolífico y frecuente. Llegará un momento en el que al llegar a una ciudad relevante, los admiradores de este escultor (yo lo soy), preguntaremos: y lo de Plensa, dónde está.