DIARIO DE VIAJE: Al sureste
Sábado: veintisiete de mayo de dos mil veintitrés.
… Me costó bastante situarme en el centro de Cartagena y localizar los puntos de interés que quería visitar: la zona portuaria y céntrica y el Teatro Romano. Finalmente lo conseguí (tampoco era tan difícil).
Lo primero, un paseo por la plaza donde se encontraba el magnífico edificio del Ayuntamiento. Enfrente se encontraba el Teatro Romano.
Amenazaba lluvia.
Me llamó la atención el modo en el que habían dispuesto el acceso el teatro, a través de un edificio aparentemente convencional, que era el museo, pero mal indicado. El teatro se encontraba detrás, no se veía, ni siquiera se adivinaba. Eso era una trampa para torpes como yo. El caso es que, aunque me costó, finalmente conseguí hacer lo que quería hacer: visitar el teatro y no el museo, aunque lo atravesé, pero esas exposiciones de piedras muertas me cansan un poco (depende del estado de ánimo en el que me encuentre, pero los museos arqueológicos me aburren y todavía no sé la razón).
Después, me he refugiado en una terraza entoldada para descansar y tomar algo, pero ante la violencia de la lluvia he tenido que meterme en el bar porque el jodido toldo tenía goteras.
A las siete empecé a aburrirme en Cartagena. Era hora de buscar alojamiento. Lo encontré en La Manga del Mar Menor, donde no había estado en mi vida. Me felicité por ese hallazgo ya que el hotel era de cuatro estrellas y el precio de tan solo dos (40 € con desayuno). Me pareció una suerte porque mi ingle derecha empezaba a rebelarse de tanto ajetreo y a dolerme inmisericordemente.
Llegué a La Manga diluviando.
El hotel estupendo, muy por encima de la media a la que había recurrido a lo largo de las noches viajando: precio medio de la habitación 45 € y eso, señor mío, es una mierda sin excepción. A veces con desayuno y a veces no.
Me duché y salí a cenar. Azarosamente entré en el primer restaurante que vi (no estaba para paseos), que resultó ser un mexicano infame. Mala comida, muy mala.
Menos mal que, justamente enfrente y a tan solo unos pocos metros, cenaban dos mujeres en la cuarentena, atractivas y vestidas para matar: era sábado noche. Las fotografié subrepticiamente, para mi recuerdo privado (quiero decir que al diario no las traeré). Me pregunté: ¿en el hipotético caso de que fueras un tío atrevido y no tuvieras que acercarte a ellas cojeando ostensiblemente, a cuál elegirías para la seducción y una noche de arrebatada pasión, porque para dos ya hace años que no estás? Como me costaba mucho elegir, no me contesté a la pregunta.
Mi continuada indecisión me distrajo de la mala comida que me habían colocado delante (nachos andalé). Ellas, por su parte, me ayudaron en mi impotencia porque no me dedicaron ni una sola mirada, salvo cuando una fue al baño, al pasar por mi lado, pero me hice el distraído.
Después de mal cenar, me volví al hotel (allí dejé a las chicas estupendas que espero que tuvieran una gran noche), me acosté y me dormí enseguida, sin pena ni culpa…
La Fotografía: Mural alusivo al mundo romano. Me gustó mucho, era tan precario y melancólico que fue inevitable que me sintiera cercano e identificado con la atmósfera de pesadumbre y decadencia que sugería.