LOS MICROVIAJES
A Madrid, otra vez, a lo de siempre (y 2)
Domingo, dieciocho de febrero de 2024
… Llegué a la Plaza Ana Diosdado, en el barrio de Lavapiés, veinte minutos antes del comienzo de la representación. Entré en un bar de enfrente a tomarme una cerveza. Un tipo solo y joven (más o menos) se dirigió a mí con la intención de entablar conversación, así, por las buenas, haciéndome preguntas estúpidamente indiscretas que soslayé con una sonrisa distante. Me estaba invitando a intercambiar marginalidades que a mí, obviamente, no me interesaban en absoluto. Me despedí de él educadamente y me largué.
La obra que elegí (Así hablábamos) fue, por un lado, obligado por haber gestionado la entrada con tan solo un día de margen (fue la última entrada que encontré); y por otro porque el trasfondo que al parecer contenía la propuesta, según decía la presentación podría interesarme: una reflexión sobre la necesidad que tenemos los humanos de hablar y comunicarnos con otros semejantes, esencia misma del vivir. Y, además, porque, asombrosamente, habían utilizado como referente artístico a una integrante de la generación de los cincuenta, Carmen Martín Gaite: modernidad frente a posmodernidad, curioso escorzo filosófico y temporal.
«En el momento en que hay alguien con quien puedes hablar, para mí que se quite el cine, el teatro, los viajes, incluso placeres más fuertes». Carmen Martín Gaite
Claro, depende de la calidad del interlocutor, añadiría yo (puede que alguien te arruine el minuto que le dediques).
El experimento no tuvo visos de sentido o verosimilitud, fue como un truco de magia o de marketing, no sé. O, fue tan sutil que no estaba a mi alcance pillarlo. Claro que, si colocas un principio universalmente aceptado como es la comunicación todo cuadra para cualquier cosa que hagas. Bien es verdad que salvaron superficialmente las formas utilizando subtítulos o cartelas luminosas con el título de alguna de las obras o citas de Carmen, como por ejemplo, Lo raro es vivir, y otros subtítulos parecidos.
Qué es lo que yo vi; otra cosa:
Una pandillita de chicos extremadamente jóvenes y delgados (en la veintena temprana), integrantes de un grupo musical en el que creaban canciones alegres y sentidas sobre el amor y lo bello que es vivir; se movían alocadamente por el espacio escénico y de vez en cuando se paraban e hilvanaban reflexiones sobre el futuro, el amor y el paso del tiempo. Pero, eso sí, en argot informal y joven, con gran profusión de “tío y tía” para dirigirse unos a otros. ¡¡¡Pues qué bien, muy bonito y muy “fresco” todo!!! Hasta montaron una merienda con diálogos de alta filosofía juvenil, trufada de ingenuidades y lugares comunes. Los diálogos, ni siquiera divertidos.
El asuntillo de jóvenes Z me pareció interminable y aburrido. En ningún momento me sentí interesado por lo que sucedía en el escenario; pero debí de ser el único porque al final recibieron una cerrada ovación general, todo el mundo en pie aplaudiendo apasionadamente. Yo, no.
En la elección de obras teatrales siempre hay que asumir un cierto margen para elecciones fallidas (y gestionar la entrada antes, por Dios).
Después, en un bar de mierda, una tosta de mierda y a mi casa. Bastante cansado por cierto. Nada me había emocionado especialmente a lo largo de la tarde, bueno sí, quizá el edificio que alberga Las Colecciones Reales.
Entraba en mi casa a las dos de la madrugada porque antes me había aburrido otro rato tomando una copa en un bar de mi ciudad donde acuden viejos (versión fea, todos lo somos) que bailotean moderno, pero despacito.
La Fotografía: Los chavales se retiran entre una salva de aplausos entusiasta (menos yo), después de haber cantado, bailado y correteado todo el rato.