COLECCIÓN DE MISCELÁNEAS 43.1
“La felicidad no existe. Lo único que existe es el deseo de ser feliz”. Antón Chéjov
Domingo, veinticuatro de marzo de dos mil veinticuatro
Mi experiencia con Tío Vania, e incluso con el propio Chejov, ha estado marcada siempre por el desencuentro. Nunca me había parado ante esta obra con la necesaria tranquilidad de ánimo y ganas de disfrutarla; es más, siempre (dos veces) me ha resultado frustrante el intento. Hasta ayer.
Tenía muchas ganas y la propuesta de Pablo Remón (autor y director de ambas versiones) no podía ser más atractiva: dos versiones de la misma obra, con los mismos actores, con tan solo media hora entre una versión y otra.
Mi localidad, inmejorable: fila uno, a tan solo dos o tres metros del centro mismo del escenario y la acción (era como estar dentro de la acción)
Me sentía tranquilo, concentrado y ávido de beberme todo lo que sucediera en la obra.
Nada más empezar, con los seis actores sentados en sendas sillas en un escenario absolutamente desnudo, surge el primer diálogo entre dos de ellos sobre el paso del tiempo. A partir de ahí todo se precipita en diversas direcciones y todas ellas esenciales en el hecho de vivir, sin escatimar nada, todo está ahí, abierto de par en par, y esa es su gloria y su grandeza: el amor y el desamor; la belleza; el deterioro existencial; la angustia y la conformidad; las rutinas como pecios a la deriva pero salvadoras; el vacío; la vanagloria; la inteligencia y la estupidez; la amistad… y, toda esa confrontación, desesperación y también ternura, todo, impregnado de un sentido del humor elegante, sutil y tan penetrante como un sarcasmo doloroso y despiadado.
La exposición de las vidas de los personajes y sus circunstancias se muestran con un hiperrealismo profundo por sincero y creíble, con una claridad argumental impregnada de sentido del humor y mucha ironía.
Todos los personajes, salvo Sonia, la sobrina de Vania, están en la mediana edad y ya han sentido la dentellada de la frustración y del desanimo. Atisban frente a ellos las sombras y que después de esa breve travesía solo puede estar la muerte. Se sienten heridos por la perentoriedad del tiempo y del final de los sueños.
Todo lo que sucedió en el escenario me emocionó y las casi dos horas que dura la representación fueron destellantes: intensas y breves, ingrávidas a pesar del tremendo peso de las cargas que soportaban los protagonistas.
El trabajo actoral, impecables, intensos y especialmente brillantes todos: Javier Cámara (Vania), y junto a él Juan Codina (Alexander), Israel Elejalde (Astrov), Marta Nieto (Elena), Manuela Paso (Marina) y Marina Salas (Sonia).
La dirección de Pablo Remón, igualmente perfecta, con el juego de movimientos de primeros y segundos planos de los actuantes dependiendo de lo que decían.
Sin embargo, no me gustó tanto el diseño del espacio escénico de Mónica Boromello, por ser pobrísimo y lo que es peor, feo (las sillas eran horribles). Creo que el minimalismo escénico es una excelente opción sobre todo en una obra de introversión y despojamiento existencial, en ese caso los elementos de atrezo sobran, pero podrían haber disimulado el feísmo con sutileza y asepsia. Pero eso no fue una circunstancia que entorpeciera en absoluto la emoción que sentí a lo largo de toda la obra. Hubo momentos de silencio que me sobrecogieron.
Y, lo más importante, los diálogos, sencillamente perfectos. Fue una sesión de teatro total como creo no haber visto en muchísimo tiempo.
La Fotografía: Los seis actores, geniales, largamente ovacionados con todo el merecimiento. Yo, los aplaudí con ganas, agradecido por su trabajo impecable.