DIARIO ÍNTIMO 96.4
“Hay momentos en los que todo va bien: no te asustes, no duran”. Jules Renard
Miércoles, veintisiete de marzo de 2024
… Procuré no llegar el primero, me parecía inelegante. Las calles estaban vacías, batidas por un viento frio que no auguraba nada bueno. En las inmediaciones me crucé con una mujer que me pareció una anciana y tuve el pálpito de que podría cenar a su lado.
El restaurante, vacío, salvo una mesa en la que ya había tres personas: dos hombres maduros sentados juntos y una mujer al otro lado (con la que me había cruzado) y una silla libre a su lado. Me tocó esa. Soy un augur de la mala suerte.
Las presentaciones, muy formales, dándonos todos cortésmente la mano y diciendo nuestro nombre que olvidamos en ese mismo momento (yo por lo menos). Poco después llegó la estadounidense, una mujer increíblemente delgada, increíblemente pálida e increíblemente mal vestida. La palidez de su cara de ojos pequeños y oscuros, asediados de arrugas, sin el menor atisbo de maquillaje, me daban un poco de miedo.
No me agradan las mujeres que desprecian ciertas convenciones sociales, como colorear su cara o su pelo, en aras de una naturalidad innecesaria que en absoluto las mejora (por qué no, queridas, dar amor y cuidados al cuerpo, embellecerse para sí y para los demás). Arreglarnos es un gesto de generosidad que ofrecemos gentilmente hacia los que compartirán con nosotros presencia, espacio y tiempo; lo contrario es casi una afrenta, un desprecio miserable en aras de una vulgar individualidad reivindicativa de no sé qué, aparte de una falta de educación social (si no fuera equívoco e innecesario culturalmente, yo me maquillaría). En cuanto a la mujer sentada a mi lado, creo que estaba en la sesentena porque todavía no se había jubilado (profesora de ingeniería, no supe en qué especialidad ni en qué universidad, pero eso era lo de menos). Había ido un poco más allá en el envejecimiento de lo que podía corresponderle. A veces, eso resulta una ingratitud de la naturaleza exasperante, como para enfadarse con el destino, cuando ya no toca enfadarse con nada ni con nadie. Quizá solo había sido cosa de mala suerte.
Los dos hombres, simpáticos y jóvenes, comparados conmigo: uno de cincuenta y cuatro y otro de cincuenta y ocho; ambos con brillantes carreras profesionales que ahora no vienen al caso. Los tres, con toda la buena predisposición del mundo, enseguida empatizamos entre nosotros y nos echamos a la espalda la estrambótica y absurda reunión.
Y en eso llegó la sexta invitada, venezolana, cuarenta y tantos años y entradita en carnes con exageradas protuberancias por diferentes partes de su cuerpo. Faltaba el participante brasileño (hombre o mujer, no se sabía), que no llegó nunca.
Los organizadores proponían a través de una pestaña de su web, para romper el hielo entre desconocidos que éramos, nos hiciéramos preguntas que ellos sugerían ¡una bobada! Era como para adolescentes tímidos e incompetentes. Solo hicimos una y fue porque uno de ellos lo propuso (era a la tercera cena a la que asistía) y en las dos anteriores la experiencia, al parecer, les funcionó. Entre nosotros no.
Llegó la hora de elegir menú y los hombres optamos por pedir algún entrante y un segundo; ellas solo el segundo, y dejando claro que solo pagaban lo suyo. Pues claro, queridas, faltaría más.
Comenzamos a cenar…
La Fotografía: …Todo se desarrollaba por los cauces previsibles, sin mirarnos con verdadero interés ninguno. De espaldas a lo que estaba ocurriendo…