DIARIO DE LA NADA 9 y 10
“Esta ciudad, elevada en una peña, combatida siempre por recios y helados vientos, en situación inaccesible, áspera, sombría, oscura, silenciosa, menos cuando tocan simultáneamente a misa las campanas de sus cien iglesias; incómoda, inhospitalaria, triste, ennoblecida por su inmensa catedral metropolitana, ciudad del recogimiento y la melancolía, cuyo aspecto abate y suspende el ánimo a la vez, como todas las ilustres tumbas, que no por ser suntuosas y magníficas dejan de encerrar un cadáver”. Benito Pérez Galdós
Jueves, treinta de mayo de dos mil veinticuatro
… La catedral empezó a vaciarse. Se habían ido los protagonistas y hasta el mismísimo cuerpo de Cristo había salido, inanimado, metaforizado y guardado en una suntuosa y aurea custodia, a pasear por la ciudad en loor de multitudes aplaudidoras que creían en Él ciegamente. Volvería a la catedral para no salir en un año. Esperaría a la cita anual en la que volvería a ser empujado en su carroza por calles y plazas, y así hasta el final de los tiempos. Esperaremos todos, él y nosotros, a que finalmente la Nada nos invada irremisiblemente y entonces nadie empujará su carroza y tampoco habrá gentes que sostengan con disfraces y aplausos su quimérica existencia. Sí, porque la vida eterna no existe (que yo sepa, pruebas no hay), tan solo es una deseada metáfora que sostiene el desesperanzado presente y su devenir.
La Fotografía: Había llegado el momento de volver a mi casa, concluido lo que azarosamente me había propuesto hacer en la mañana. Y así (sintiendo y pensando lo mismo que cuando salí) esperaré al año que viene, que no sé si reincidiré o ya no volveré a repetirlo nunca más.
Salí de la catedral y busqué el camino más corto, eludiendo la procesión que había ocupado las calles del centro. Tuve que seguir pacientemente a una muchedumbre que trepaba por escarpadas cuestas que habíamos elegido todos, ellos y yo. No sé qué pensaban ellos, yo, a estas alturas de la mañana, ya no pensaba nada. Por la tarde, tampoco.