LOS DÍAS 52
“A veces lo que deseo y lo que no deseo se hacen tantas concesiones que llegan a parecerse”. Antonio Porchia
Domingo, veinticinco de agosto de dos mil veinticuatro
Siento una indecible incomodidad, o más exactamente un profundo malestar. Desde el pasado día diez creo haber entrado en una sima de una densa oscuridad donde me falta el aíre. Sí busco una sensación física vivida que pueda parecerse, la única que me viene a la memoria es la que sentí en una mina visitable en el cerro rico de Potosí, plagado de bocas de minas de metales valiosos. Una vez que habíamos avanzado agachados en torno a cien metros, a oscuras, sentí un ataque de ansiedad del que no creí que sobreviviría. Tuvimos que salir a toda prisa de allí. La experiencia me resultó una pesadilla imborrable.
Ahora, la crisis de oscuridad es parecida, aunque desprovista de ansiedad, que ha sido sustituida por la tristeza.
Ayer, sábado, no pasó nada: la mañana transcurrió entre idas y venidas, incluido el súper.
La tarde la pasé toda revelando fotografías de mi familia, especialmente de Emma, ya que tenía que elegir una para felicitarla por su cumpleaños. Me quedaron estupendas, fascinantes todas; no podía ser de otro modo porque ellos son espléndidos seres humanos. Tengo la familia más guapa del mundo.
Sin embargo, a las nueve de la tarde noche me sentí profundamente cansado, era un cansancio atávico que llegaba de muy lejos, anterior a mí, era un cansancio inmemorial. Tan aturdido me sentí que conecté la televisión, en el patio, con intención de buscar y ver una película del viejo oeste (son las que me hacen desconectar con mayor eficacia del destrozo de los estados de ánimo que me pasan por encima). Menos mal que apareció la suerte dispuesta a luchar conmigo, hombro con hombro, contra los malos espíritus que llegaban en oleadas sombrías. Ella colocó delante una perfecta barricada protectora: The Missouri Breaks (1976), de Artur Penn, protagonizada por un decadente Marlon Brando y un pujante Jack Nicholson. Un gozo ver a ambos, mano a mano, con una encantadora Kathleen Lloyd como atrevida licencia poética del duelo de testosterona de ambos. A Arthur Penn le salió una historia algo destartalada y hasta tremendamente divertida en algunos momentos, pero con matices dramáticos que equilibraban el conjunto y que a mí me salvaron de bajar a la mina oscura e irrespirable, a la caída de la tarde del sábado.
Cuando terminó la película era la hora justa en la que salgo, los sábados por la noche a tomar una copa, cuando lo hago. Ayer no salí, la película me calmó, pero no me vitalizó lo suficiente como para echarme a la calle, a aburrirme como siempre. Me acosté y me dormí en el acto.
La Fotografía: Entorno minero de Potosí (Bolivia), maravillosa ciudad de alta montaña (4.090 m altitud), de arquitectura colonial y calles tranquilas en las que disfrutamos de un largo paseo de varias horas (parte de la mañana y de la tarde). El enclave minero era de una textura y gravedad que se me adhirió a la mirada y todavía puedo visualizarlo con respeto y miedo, sí, porque jamás me había parado a considerar lo terrible que es adentrarse agachado por un túnel oscuro, con la sensación de no tener aire que respirar (lo angosto del espacio más la altitud de la ciudad). Los mineros me parecieron seres excepcionales, prodigiosos, increíbles. Donde yo no pude estar más allá de unos minutos, ellos trabajaban durante horas todos los días.