COLECCIÓN DE MISCELÁNEAS 61
“Hay otras relaciones distintas a lo real que el espíritu puede alcanzar, y que son también primarias, como el azar, la ilusión, lo fantástico, el sueño”. André Breton
Domingo, veintiuno de septiembre de dos mil veinticuatro
Ayer, a las cuatro y media, me acerqué a Madrid. Primero a ver una exposición de fotografía surrealista en la sala de exposiciones de Leica. Llegué a la sala en torno a las seis. Estaba colgada en un espacio no muy grande pero pulcro y bien concebido; además la tienda en sí era maravillosa con muchas vitrinas en las que se exponían cámaras y objetivos, modernos y antiguos, las legendarias cámaras de mediados del pasado siglo. Gran belleza de todo el material expuesto. Me dije: si tuviera la oportunidad de empezar ahora a fotografiar, o, dicho de otro modo, si estuviera a finales de los setenta, elegiría una cámara Leica para toda la vida, porque esa elección sería más bella que las fotos que pudiera hacer con ella (evidentemente, los diseñadores e ingenieros de Leica tenían más talento que yo de sobra). Solo me dedicaría a pasear la cámara como un amuleto y declaración de principios sobre mi fe en la bella modernidad, y no tanto en la fotografía.
La gran importancia del surrealismo como tendencia artística hacia el que la fotografía no fue ajena daba respuesta al aspecto inconsciente de la creatividad humana, con el psicoanálisis freudiano como telón de fondo, así como los automatismos de raíz poética.
Como en pintura, las obras fotográficas surrealistas proponían la alteridad de la realidad naturalista y los consabidos cánones morales, a través de reflejos y formas creados desde la psique. El surrealismo en fotografía siempre me ha parecido apasionante (por eso fui a ver la exposición); es más, yo habría querido ser un fotógrafo surrealista, como los de la época clásica y algunos intentos he realizado a lo largo del tiempo.
La exposición se encontraba en una planta inferior. No había demasiada obra expuesta, toda ella copiada en pequeños formatos, en torno a 18*24, pero eso sí con los maravillosos tonos monocromáticos de aquella época, primera mitad del siglo pasado. Tan suaves, pero suficientemente contrastados, con sombras profundas, pero sin perder detalle, tan sugestivos y oníricos, y tan surrealistas, claro. Nunca se han vuelto a hacer fotos parecidas a aquellas. Eran únicos los artistas, eran únicas esas fotos.
Pero a pesar de la sutileza del espacio y la calidad e importancia de las obras expuestas, así como los autores (pocos), la exposición tenía un problema técnico de orden técnico: se habían limitado a colgar, sin más, sin un solo pie de foto o cartela o descripción conceptual de la muestra. Ese modo de colgar me pareció impropio del prestigio de la casa. Llegabas, veías y te ibas, y en cuanto a información nada de nada. Muchas de las fotos no supe quién era el autor.
La Fotografía: Fotografía de Dalí en el acto de saltar, obra de Philippe Halsman (1948), en la exposición. Realizó varias con el mismo protagonista y también con otros (gustaba de los saltos, una auténtica metáfora de amplio espectro existencial). Fotógrafo importante de distintos estilos, pero quizá, por el que ha pasado a la historia de forma más peculiar ha sido el que podría considerarse como surrealista. Artista singular, sin duda. Al parecer, en 1928, fue acusado de parricidio (si es verdad, tiró a su padre por un precipicio en los Alpes austriacos). Llevó la idea freudiana a sus últimas consecuencias, con tan solo 22 años. Ya a esa edad contó con el apoyo de intelectuales importantes europeos, Sigmund Freud, Thomas Mann y Albert Einstein (todos judíos como él). Por falta de pruebas solo estuvo encarcelado dos años. Claro, con esos antecedentes de raíz tan freudiana solo podía ser artista surrealista. Creo que estoy frivolizando, pero no es mala idea la de llevar a la práctica delictivamente la mera especulación intelectual, hacerte famoso y que te defiendan otros superfamosos, más que tú, naturalmente.