COLECCIÓN DE MISCELÁNEAS 62.1
“El drama sexual ha terminado, el amor ha quedado herido hasta el desangramiento, hemos hecho daño para poder ser perdonados, para que apareciera el ángel, pero habrá un día para todos en que el ángel llegué demasiado tarde y ese día de la soledad los relojes hablarán consigo mismos, las campanas hablarán consigo mismas, las flores montarán guardia, se derramará sangre, se derramarán heces, habrá lágrimas y moriremos y por eso hablo y hablo y hablo…”. Dijo, Angélica Lidell
Sábado, veintiuno de septiembre de dos mil veinticuatro
Después de la sala Leica y los surrealistas, me dirigí a los Teatros del Canal, representaba Angélica Lidell, y tenía pendiente desde hacía mucho tiempo ver una de sus obras (había leído referencias y alguna entrevista en prensa y tuve la impresión de que era una artista total, revulsiva y espectacular).
La obra: DÄMON. El funeral de Bergman: texto, puesta en escena, escenografía y vestuario de la propia Angélica Liddell. Con la creadora colaboraban, en un segundo plano discreto, silencioso y espectral, en torno a treinta personas (la mitad, ancianos en pijama) que más que actores de teatro lo eran de una escenografía performativa lastimosa en el caso de los viejos ¡la vejez no es bella! (es un puñetero asco). También recurre a un hombre acondroplásico (enano), serio, hierático e inexpresivo. Y mujeres jóvenes que tienden a desnudarse y que pueden asimilarse a una función (simbólica o real) de misioneras del amor.
Nunca había visto una obra de Lidell a pesar de mis expectativas e interés hacia esa autora, y he de decir, a modo de preámbulo, que me ha impactado hasta la conmoción. De hecho, la obra que vi ayer lleva casi veinticuatro horas trabajando mi memoria, mi retina y mi supuesta sensibilidad. No sé muy bien qué escribir sobre esa alucinante creación. Por empezar por algún sitio diré que, partiendo de una vertebración temática poderosa: el arte, la libertad de creación, la sexualidad, el miedo a la vejez y la muerte (nunca asumida porque es inasumible) y a los otros (las personas, que pena dan las personas, dijo, Angélica Lidell). La artista absoluta que es Lidell, construye un espectáculo total a partir de ella misma como centro del universo todo.
Después de darle vueltas a como plantearía esta reseña-entrada teatral, con un viaje de por medio, he decidido hacerlo en tres partes. La ocasión y la monumental obra lo merece.
El enorme espacio que es el escenario de la Sala Roja de los Teatros del Canal, con atrezo sencillo y con predominio del color rojo y blanco (colores pontificales), contribuía a crear una sensación de concentración ominosa y abrumadora y al mismo tiempo grandiosa.
Lo primero que hizo la Lidell, antes de empezar a declamar, a modo de purificación (supongo) es lavarse el coño y el culo (como sugestión erótica no era mala idea) frente a los espectadores y después, ese mismo agua, lanzarlo con un hisopo lejos, hacia los espectadores y, por cierto, dado que yo estaba en la primera fila me cayeron algunas gotas en la cabeza (es lo más cerca que he estado de unos genitales femeninos en este último año, no sé si agradecérselo o maldecir la genial provocación).
Supongo que, simbólicamente, pretendía hacernos partícipes de sus íntimas convicciones desde sus genitales, que puede que sea la morada del alma (mayor intimidad desde un escenario, imposible).
A partir del aseo iniciático, como de lupanar, comenzó la ceremonia o la homilía: un largo monologo (en torno a una hora), a veces histriónico y chirriante, pero siempre modulado con una longitud de onda oscilante y dinámica, de gran efectismo interpretativo. Todo este primer acto (según mi orden temático), está solo habitado por una Angélica Lidell vestida con una túnica blanca abierta por delante que le permitía incorporar su carne desnuda a la que hace expresarse tumultuosamente, sin ningún pudor ni falta que hacía; todo lo contrario, porque la exhibición de un cuerpo nada turgente ya formaba parte de uno de los componentes dramáticos que expresaba: la irreversible y desoladora temporalidad de la vida a través del cuerpo. Y la imposibilidad de regeneración. Se movía incesantemente por el gran escenario y a veces se golpeaba con rabia el cuerpo desnudo provocando rojeces (parecida a los actos de flagelación públicas religiosas). Era, tal vez, Angélica, ¿una visionaria o una santa rediviva? En ese momento yo no lo sabía…
La Fotografía: Escenario vacío, inmenso, prometedor. Al fondo, entrevisto en su pequeña sencillez por la distancia, los útiles de la performance más importante de la noche: el lavatorio de las partes íntimas de Angélica, que parte me cayó encima como un maná fértil y sacrílego.