COLECCIÓN DE MISCELÁNEAS 62.2
“Qué triste es el destino de los hombres, qué pena dan las personas, qué pena dan. Dios mío, no me arrojes de delante de ti, esta vez voy a intentarlo, lo conseguiré, no dejes que pierda mi ánimo (…) Tenemos los días contados, los amigos y los enemigos tenemos los días contados, el teatro es tiempo y el tiempo mata”. Dijo, Angélica Lidell
Sábado, veintiuno de septiembre de dos mil veinticuatro
… Vaya por delante que con Lidell no caben medias tintas: o sí; o no. Yo, lo tenía claro, Sí, sin sombra de duda, especialmente hasta la mitad del espectáculo; luego, ya vería.
Todo ese abrumador despliegue era acompañado de una poderosa banda sonora con composiciones clásicas y contemporáneas desasosegantes. El texto declamado por Lidell, más que dicho fue escupido con rabia, con asco hacia el género humano que lo situaba en el centro mismo de un irreparable error, tal vez de Dios; o poniendo a Cioran como intermediario moral, por el inconveniente de haber nacido.
“…Hablo por miedo a la muerte, por miedo a perder la razón de puro terror; pero al mismo tiempo todo esto es asesino, someterse a este juicio constante es asesino, sería un placer no tener que enseñarle mi cara a nadie, sería un placer quedarme sola con mi fiebre, con mi mierda, con mi dolor, pero siempre estoy mirando a quien me juzga”. Dijo, Angélica Lidell
Hasta ese momento, quise entender que para ella la tragedia es estar vivos sin solución ni alternativa, o, dicho de otro modo, de haber nacido. Eso parecía despertar en ella una poderosa reacción que expresó a gritos furiosos e inconsolables contra Dios; contra los bienpensantes; contra un papa concupiscente que se deja tocar los genitales en un simulacro de masturbación vacua por la propia Lidell; contra los jóvenes impetuosos; contra las carnes turgentes de mujeres desnudas y fantasmales que solo sirven para abrazar la nada, por nada; contra los críticos de arte que no hacen arte, que solo miran y agreden; contra la imposibilidad de practicar sexo o tener erecciones en la edad provecta (un castigo innecesario y lamentable de la naturaleza) luego de vivir; y tantas y tantas y tantas mierdas que tenemos que tragarnos día a día tapándonos la nariz.
Ella, podría permanecer muda e inerte, como sus viejos de atrezo que se movieron en el escenario como autómatas de carnes colgantes y probablemente ya podridas; pero prefiere levantar la voz en un quejido pleno de matices y razones. Me sentí cerca de esa mujer porque mi modo de vivir se subsumía en la suya, aunque sea tan pasivo como uno de sus viejos figurantes (la pediré trabajo en su elenco de seres inservibles).
Gracias a una artista total como ella, durante las más de dos horas que duró el espectáculo me sentí vivo porque comulgaba íntimamente con esa mujer desnuda, sin pudor ni culpa, que se agitaba locamente en el escenario. Esa es la tarea sacrosanta del artista: hacernos llegar y tocar la materia misma de nuestros miedos, impotencias, lagrimas; pero también sueños en el sentido de no rendirnos todavía, aunque solo sea través del grito de alguien a quien podamos aplaudir sin reservas.
Me sentí cerca de Angélica porque creí que ella, al igual que yo, ya vivimos la decadencia y la muerte a crédito pagando los inexorables plazos con lucidez y gritos de rabia ella y con silencio humillado yo. Ambos y todos condenados, aunque ellos no lo sepan.
“…Qué pasará cuando cada mañana os cueste más prepararos para existir; qué pasará cuando vestirse y asearse sea una tarea de extenuante cumplimiento; cómo evitaréis los pequeños derrames que poco a poco irán minando vuestra memoria, vuestra inteligencia, vuestra prepotencia y vuestra lucidez. Qué pasará cuando se os olviden las palabras, y las cosas y sintáis manchas blancas en el cerebro y estéis completamente solos y desvalidos y enfermos y vuestro aspecto sea desagradable y repulsivo, por mucho que os lavéis, por mucho que os afeitéis; y nadie, absolutamente nadie quiera pasar un día entero con vosotros…” Dijo, Angélica Lidell…
La Fotografía: En esta imagen, captada al final apoteósico de la obra (durante la representación no se puede fotografiar) aparecen ocho viejos (había ocho más), y el enano, que no dijo nada (los viejos tampoco). Solo se movían en clave performativa (un poco como aquí), que se mueven, pero no van a ningún sitio. Todos los personajes secundarios están ideados en un plano simbólico de reconcentrada vida interior, o tan solo resignación embrutecida por la ineludible pérdida de neuronas. Pero, a pesar de la lástima, todo, absolutamente todo en el escenario resultó bello.