MONÓLOGOS SOBRE ARTE
Capítulo veintiuno: -Estampa, Madrid- 3
Sábado, diecinueve de Octubre de dos mil veinticuatro
… Comencé a mirar tranquilo y despacio. Sabía que había un pabellón menos que en Arco, y me dije –tú despacio, que seguro que te sobra tiempo–
No contaba con lo de siempre y era que además de arte en las paredes y suelos, caminando, moviéndose, yendo y viniendo por todos lados había mujeres, muchas, de todas las edades y todas elegantes, distinguidas y lo mejor, muchas de ellas atractivas. A mí, mucho más que el arte, me gustan las mujeres.
Procuraba centrarme en una galería o en alguna obra en particular, y entonces aparecía una mujer atractiva y ya solo tenía ojos para ella y me olvidaba del arte. El arte contemporáneo, al menos el que había expuesto en la feria era estruendosamente colorido, salvajemente diría, era como brutalismo de color. Debía ser tendencia, pero yo no me había enterado; y, curiosamente, el efecto no era ni mucho menos tan cálido como podrían ser los pechos soñados de una mujer donde hundir mi cabeza apasionadamente, hasta el llanto de placer y pérdida del sentido; o unas piernas donde trabar las mías, o las manos, las suyas y las mías que se aferraran al otro cuerpo hasta el daño desesperado.
No, el arte no ofrece ni da el aliento vital del sexo que todo lo transforma en luz y ayuda a no enloquecer y a espantar el suicidio; no, el arte, al menos el contemporáneo, es frío, estático, mudo; no, no es vida, está quieto e indiferente, por muy performativo que quiera ser. Es vanidad humana, apariencia y en el mejor de los casos algo de imaginación creativa, y en el peor, ominoso aburrimiento.
No sé porque me gusta tanto y cada vez más el arte contemporáneo; debe ser por mi pertinaz abstinencia sexual que necesita del olvido y la sublimación con colores, formas y extravagancias. A pesar de mi afición al arte contemporáneo, reconozco que muchas obras materializan una excentricidad, una incongruencia de la ley de la oferta y la demanda, porque, realmente, apenas si vale para nada como moneda de cambio, salvo para salvar las apariencias y declinar la vanidad humana.
Sí, de acuerdo -me digo- pero cuando te bajes de este impostado pragmatismo tendrás que reconocer que el arte contemporáneo te gusta mucho, casi más que cualquier otro, incluido el vanguardista (las vanguardias de los años 20 del siglo pasado), que tanto te gusta también.
El sábado por la tarde me encontraba frente a obras de arte, a una hora, en la que no hace mucho tiempo, en fin de semana, la pasaba follando, o era haciendo el amor (lo mismo pero con los ojos cerrados), y esa noble y exaltante actividad, indudablemente, no la habría cambiado por una tarde como la de hoy, ni por nada, ni siquiera por el arte, ni antiguo ni moderno…
La Fotografía: Esta mujer, joven, llena, a la que recuerdo con una boca y unos labios que parecían creados para ser besados, sensuales e incitantes, me distrajeron durante, por lo menos, seis o siete galerías. Cuando creía que ya había conseguido superar mi fijación y la había perdido de vista a mi pesar, aparecía nuevamente y se paseaba delante de mis debilidades. Se complacía en ser admirada, o eso me pareció. Era lógico, se había vestido para ejercer ese influjo en ese escenario, esa tarde y no se equivocó, al menos conmigo. Por qué no dije nada a esa mujer ya que –moría por ella- Fácil, tanto que no me provocó ninguna reconvención por mi sabia y prudente timidez: era cuarenta años más joven que yo; hacerlo me habría dado vergüenza a mí y contrariedad a ella; probablemente me habría denunciado por acoso o lo que habría sido peor, insultado cruelmente haciéndome notar mi provecta edad (podría haberme escarnecido llamándome viejo verde, del único color que podemos ser los viejos, pero eso nadie lo entiende). Ahora, en este mi tiempo, las mujeres cuanto más lejos mejor. Ya no pertenecen al mundo de lo posible para nosotros, luego tampoco para mí. Que reine la paz y la indiferencia entre nosotros.