CENA RARA 6.3
“Estar con alguien verdadero es casi un milagro”. Antonio Porchia
Jueves, veinticuatro de octubre de dos mil veinticuatro
… La excitación se hizo dueña de la mesa: entramos en formato -terapia de grupo- fórmula infalible porque a todo el mundo nos encanta poder convertir la agotadora y depresiva rumiación en discurso y supuestamente escuchado por varias personas, y si, además, son desconocidas, elimina cualquier responsabilidad y asegura el anonimato. La Cena Rara, es perfecta y más barata que un terapeuta.
Los asistentes de esta noche, no nos veríamos más, salvo que volvamos al lugar del crimen y el algoritmo que decide quienes compartiríamos mesa nos juegue una mala pasada y nos condene a ver los mismos caretos y a oír las mismas bobadas (yo, por ejemplo, siempre digo lo mismo).
Enseguida empezamos a saber, más o menos, como gestionábamos nuestras vidas a niveles sociales, como exorcizábamos nuestras carencias, miedos, soledades y si nuestra vida sexual era buena o una puta mierda, como la mía (las había incluso peores).
Sí, puede que desde la plúmbea y helada corrección social, mis provocaciones en estas ceremonias de ocultación sean inadecuadas o incorrectas; pero, puedo asegurar, que todos los participantes sienten que el asistir a la cena había tenido sentido (todos se despiden diciendo que la cena había sido muy divertida). Hasta yo lo digo, quedamente.
Una de las mujeres, la más frívola y habladora que tuvo que ir al baño, se fue a toda prisa diciendo que la esperáramos para seguir con el festival de confesiones casi inconfesables.
Yo, impúdico como soy (socialmente, no me divierte otra cosa), no tuve ningún problema en decir que me siento solo con demasiada frecuencia, pero que, como no me gusta la gente, me resulta bastante fácil neutralizar el peso de las carencias; y en cuanto a la sexualidad (ya se sabe, una aspiración lógica y saludable que es necesario compartir con otro cuerpo), dije que era inexistente desde hace más de un año; y entonces, una de las mujeres dijo que para ella lo era desde hacía cuatro. Los ingenieros se mostraron más introvertidos y en eso no se soltaron.
A mí, que me percibieron como un inútil social, compasivamente me recomendaron que probara con el baile, que era un ejercicio de interrelación humana perfecto porque no solo se ponían en juego los cuerpos, sino también vibraciones del ser más íntimas. Al parecer, podía ser campo propicio para los flechazos y la emoción y hasta para el deseo, me pareció entender. -A mí no me gusta bailar, salvo cuando me hago la cena, y esos bailecitos de cocina son incompartibles- contesté.
La segunda parte de la cena se desarrolló en una atmósfera caliente, excitada, con frecuentes risas y, sobre todo, muy participativa…
La Fotografía: Como ayer…