COLECCIÓN DE MISCELÁNEAS 64
“…Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca…”. Julio Cortázar. Instrucciones para llorar, de Historias de cronopios y de famas.
Lunes, cuatro de noviembre de dos mil veinticuatro
El sábado por la tarde estuve en Madrid, fui al teatro a ver Cortázar en juego, en el Teatro de la Abadía. El motivante: nunca había visto nada en teatro que tuviera que ver con Cortázar, autor que me encanta e interesa. Tenía una prevención: José Sanchis Sinisterra, autor teatral y adaptador en este caso, que apenas me gusta; y, por si fuera poco, en la dramaturgia había metido sus manitas Clara, su hija que, como intérprete, bueno, vale; pero como autora, nada sabía de sus talentos. La directora de la representación era Natalia Menéndez, a la que no conocía de nada y que en el pequeño texto de presentación decía cosas como: “Las personas que habitan los textos de Cortázar … tienen una cierta esperanza, aunque sea arañada, salpicada o tropezada…” que bueno, dicho así puede valer, pero hasta cierto punto, porque a los personajes era imposible contextualizarlos en un espacio vivencial coherente o al menos no dañino para el inadvertido espectador.
Dos intérpretes: además de Clara, Pablo Rivero. Bien ambos.
Con todos esos elementos, nada podía salir mal, a priori, es decir, yo no tuve la culpa de lo horrorosamente mal que me salió la experiencia. La obra, probablemente, ha sido una de las más tediosas y sin sentido que he visto en mi vida. Desde la escenografía, increíblemente fea, hasta el terrible desorden de los textos elegidos de Cortázar, tan brillantes siempre, y que resultó un demencial paroxismo de corta y pega. El papá y la niña, grande ya, habían seleccionado textos con criterio demencial y los habían reconvertido en relato teatral como a mala sombra, para joder al espectador y hacer que se muriera de una crisis de bostezos (supongo que la directora también había tenido algo que ver). La obra está articulada (al menos es la referencia que más se repite, sobre Robinsón Crusoe y Viernes; pero tan infortunadamente que todas las palabras pronunciadas por los actores resultan ininteligibles como parte de un relato que fuera hacía algún sitio. Era abstracción pura y cada una de las partes (eran varias), parecía que solo servían para neutralizarse entre sí y convertir la representación en un galimatías con la que era imposible establecer la más mínima conexión temática y mucho menos emocional. Ni puta gracia tuvo nada de lo que sucedió en el escenario.
Fue para llorar, pero no tres minutos como dice el texto de Cortázar, sino noventa que duró lo que dijeron los actores: “…Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma de la mano hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos”.
La Fotografía: Edificio del teatro, con la pequeña placita frente a la puerta de entrada al templo devenido en sala de representaciones, en vez de religiosas, teatrales. Ambas cosas tienen mucho que ver porque actúan sobre la fe de las gentes. Los espectadores, que habían llegado antes, todos viejos, como yo, estaban sentaditos estáticamente en los bancos esperando a que abrieran la puerta. Al teatro solo asistimos viejos en una proporción de ochenta a veinte, más o menos. A las seis y media, cuando me dirigía a la Abadía, en una esquina, se encontraron y saludaron besándose un hombre y una mujer, jóvenes ambos. Asombrosamente, cuando volvía a recoger mi coche, a las nueve menos cuarto, el hombre y la mujer, se despedían con un beso en la misma esquina y cada uno se fue en dirección contraria. Pura magia. La tarde puedo resumirla del siguiente modo: salí de mi casa, conduje, llegué a la ciudad, hice esta fotografía, vi la obra de teatro (ver más arriba); desaparqué, conduje hasta mi casa, cené y me acosté. No hablé con nadie y todo me resultó terriblemente triste y desvitalizado. Un asco de tarde noche del sábado. Así es la vida de los hombres solitarios: llorosa cuando dirigen la imaginación hacía ellos mismos, que dijo Cortázar.