LOS DÍAS 68.1
Hay que reír mientras se siga con vida, porque luego es más difícil. Juan Gómez-Jurado
Martes, cinco de noviembre de dos mil veinticuatro
Después del sábado plano, con teatro y todo, vino el domingo dinámico y sociable. Hoy, martes, ha amanecido con una espesa niebla por fuera y por dentro.
Hablaré del domingo, el más interesante y divertido de estos tres últimos días porque del viernes ya ni me acuerdo (lo mismo ni siquiera acudió al calendario). Sí, existió, ahora que me acuerdo, y fue nefasto, aunque aleccionador. No diré porqué (es inconfesable).
Ayer, lunes, un hecho luctuoso: la muerte del suegro de mi amigo Ángel (tengo muy pocos amigos y él es el más antiguo, junto con Carlos (más de cuarenta años acompañándonos).
Ese hombre, el suegro de mi amigo, al que no conocía, ha muerto a los cien años menos dos meses. Él quería llegar al siglo de vida, creo haber oído decir a Ángel, y es justo que se le conceda el título de ganador de un tiempo incomprensiblemente grande: el de los centenarios. Todo un honor.
Hay que ser muy fuerte de cuerpo y alma para llegar tan lejos y tan al fondo de la vida. Es necesario valer para eso, para durar tanto. Muy poca gente lo consigue.
¿Llegaré yo? No. ¿Querré hacerlo? No. La primera condición de una vida longeva es desearla.
A mí la vida va sobrándome ya por larga. Es imposible que mi frágil y exhausta alma resista cientos de sábados como el pasado. Para qué vivir la década octogenaria, por ejemplo, sin propósito alguno: para nada. Mejor morir que vegetar y en esa década casi todo el mundo lo hace, salvo Clint Eastwood, que la pasó haciendo un cine maravilloso, pero es que él es el bueno de las películas y eso tiene un sentido trascendente y prodigiosamente vitalizador.
Resistir por resistir no tiene sentido, a no ser que se ría todo el tiempo.
Sin embargo, para mí, no todo es crujir de dientes últimamente (solo durante unos días) porque me he movido mucho e incluso me he reído y todo.
El domingo, por ejemplo, tuve una visita en mi ciudad de unos amigos de Madrid: mi amigo fraternal, Armando, con quien lo paso estupendamente siempre que nos vemos o hablamos porque estamos en perfecta sintonía (somos como mellizos virtuales por afinidad, aunque él es mucho más joven que yo). También vino Mamen, su mujer, con la que mantengo una estupenda relación.
También llegaron Gery y su mujer, Jessie (a la que no conocía); sí a él, claro, porque si no, no habrían venido.
Naty, mi exmujer (como todo el mundo sabe) que también era amiga de ellos. Dos parejas activas de categoría matrimonial, y una que lo fue, pero ya no. Ellos cuentan con pasado presente y hasta futuro; nosotros solo pasado que como es sabido no existe y, además, al no existir el tiempo para recordar que es el presente, ya es pasto de olvido.
La Fotografía I: El encuentro social y amigable tuvo lugar en la milenaria ciudad donde nací; aunque, curiosamente, nunca me he sentido parte de ella, es decir, toledano. Creo que, uno es de donde aprende a hablar y a andar, y yo no lo hice aquí, en esta ciudad. Soy de un no lugar y me sienta bien ese hecho biográfico, porque es una de las circunstancias vivenciales que más y mejor me definen.
Nos reunimos seis personas (yo incluido), o, dicho de otro modo, cinco y yo, el de menos importancia social porque apenas me río y no hago reír a nadie. El atributo de la risa es fundamental para el buen discurrir de las reuniones de las personas. De hecho, en esta fotografía están los demás, pero yo no, y claro, la fotografía es estupenda porque las personas que aparecen en ella se sentían felices y reían, salvo mi hermano que parece que reconviene por algo a Gery, pero de buen rollo. No supe por qué: estaba centrado en realizar la foto, que me parece genial, por cierto, como si la hubiera hecho la cámara sola.