COLECCIÓN DE MISCELÁNEAS 65
“No se preocupe, señor presidente, comprendo perfectamente lo ocupado que está y la envergadura de sus asuntos». Y cuando pienso en la palabra «envergadura», me sonrío muy muy pícaramente porque ésta es la palabra más erótica de nuestra lengua, por lo que me pongo mucho más procaz. Si te aplicas, el lenguaje está lleno de juegos de palabras eróticas. Fíjense bien «en–verga–dura». Es perfecta. Lola López Mondejar
Viernes, ocho de noviembre de dos mil veinticuatro
Aunque parezca que entre la entrada de ayer y la de hoy no hay continuidad no es cierto, sí la hay, pero tan solo en mi fuero interno.
He sabido que Lola López Mondejar acaba de obtener el premio de ensayo de Anagrama, de 2024, con Sin relato (que empezaré en breve). No conocía a esta psicoanalista, escritora, novelista y ensayista.
Para empezar, acabo de leer Lenguas vivas (2014): una novela excepcionalmente erótica y exquisitamente divertida. La historia de su protagonista es la de un aprendizaje vital y profesional (puta) que, con indudable amenidad, acerca al lector al misterio de la sexualidad, del afecto y del abismo que separa y une, al mismo tiempo, a hombres y mujeres. Con una acertada mezcla de lenguaje lírico y coloquial, “Lenguas vivas” disecciona a los personajes que pululan por el mundo de su protagonista, que diserta sobre la condición humana con desparpajo, ironía y ternura. Es una novela que se lee con sorpresa, gozo y alegría… “Cuando me miro así los ojos son dedos y no me toco. Siento la carne por dentro. Esto es muy importante que lo entiendan: siento la carne por dentro; el placer no está afuera, en la piel, sino en el interior…” dice la protagonista, una prostituta que reivindica el papel salvífico de ese gremio profesional hasta la categoría de santas, diría yo (tipo Teresa de Calcuta o misioneras de la compasión y caridad) porque ayudan a sobrevivir a los hombres sin sexo y por lo tanto empobrecidos vitalmente y acaso desesperados (están, estamos, enfermos de ausencia de placer y contacto humano físico). La santidad de las prostitutas es como la de las monjas que cuidan a enfermos, probablemente contagiosos y hasta potencialmente peligrosos, porque son capaces de mezclarse, tocar y cuidar cuerpos anónimos sin importarles los riesgos que puedan correr. Para ellas, los cuerpos de sus clientes merecen todo el respeto y consideración, sean jóvenes o viejos, gordos o flacos, bellos o feos, honorables o despreciables. No discriminan a nadie por razones ajenas a su estricto sentido profesional. Probablemente, sea la profesión más compasiva y altruista del mundo. Ellas no buscan compensación en la otra vida por su entrega, como las monjas santas; ellas solo quieren sobrevivir en el aciago y hostil mundo real.
La protagonista de la novela dice: “Las putas somos como los médicos que curamos a los hombres y a las mujeres de sus complejos… porque la energía que se vierte aquí, entre estas cuatro paredes, tiene algo de sagrado, de sacrificio, de inmolación a los pies del Dios de la sexualidad un Dios poderoso donde los haya”.
La Fotografía: Otro hombre amarillo, como el de ayer, sufriendo sus carencias desesperadamente, tanto que no puede levantarse del suelo. Quizá solo podría ayudarle una mujer. O tal vez ni ella, a pesar de que fuera una profesional y santa laica. No sé.