CENA RARA 7.1
“Tomó carrera desde muy atrás, desde la soledad, para ser capaz de ser sociable”. Peter Handke
Jueves, veintiuno de noviembre de dos mil veinticuatro
Hice lo que dice Handke, y la carrera fue, nada menos, que de setenta y cinco kilómetros (menos mal que la hice en coche). No me fatigué.
Llegué con tiempo de sobra, más de media hora de margen. Aparqué.
El restaurante estaba en la calle Hortaleza, céntrica a más no poder.
Di una vuelta por las inmediaciones, especialmente por la calle Fuencarral, muy iluminada y con mucha gente (joven) por la calle. Escaparates luminosos exhibían ropa y zapatos de última generación, a la moda.
Me sentía con un estupendo estado de ánimo. Solo me faltaba canturrear mientras caminaba despreocupadamente, pero atento a todo.
Observé que, desde el largo tiempo que no frecuento una gran ciudad, el aspecto de la gente era diferente, distintos a los que solía ver hace un tiempo, sí, más jóvenes, más lejanos de mi realidad.
Puede parecer una tontería, pero era una sensación semejante a la que alguien podría sentir si vinera de un pasado remoto a un futuro incomprensible, vanguardista, futurista; en cierto modo me parecía una distopía al revés: un mundo feliz.
Mi reclusión en un barrio de provincia hacía que todo me asombrara, por ejemplo, de una puerta cualquiera, salió un tipo muy joven, altísimo, con casco y encaramado a unos patines, también altos, y dos perros que llevaba a pasear trabados por una correa.
La imagen era chocante (yo en mi ciudad no veo personajes así), máxime porque los perros, además, eran pequeñajos y todo el mundo a su alrededor también; cuando pasó a mi lado comprobé que yo estaba a la altura de su cintura. Eso no hizo que mi buen humor se resintiera en absoluto.
Ese hombre pertenecía a otra escala humana.
Me sentía feliz en la capital más grande del país: luminosa, llena de gente, refulgente y despreocupada.
-Qué bien que he venido- me dije.
Sin más rodeos, voy a lo que traigo hoy al diario: la Cena Rara, la séptima a la que acudo.
Coincidí en la puerta de entrada al restaurante con un tipo que, a todas luces, era de mi rollo y supe que estábamos destinados a compartir mesa y mantel.
Los asistentes a las Cenas Raras nos reconocemos, aunque sea a dos calles de distancia del restaurante; es como si lleváramos un distintivo inconfundible que nos identifica fatalmente. Debe ser la soledad que se configura y manifiesta con un singular halo de santidad, o tal vez, todo lo contrario. Es curioso, ¿no?
Somos como alienígenas anónimos confundidos entre la gente; pero nos reconocemos porque pertenecemos a la misma estirpe: la de los solitarios.
El individuo era alto, fuerte, sólido, de porte impresionante, aunque vestido informalmente. Evidentemente bastante más joven que yo (todo el mundo lo es).
No quiero reconocer que esa circunstancia me tiene algo acomplejado, pero me temo que es así, acobardado incluso.
Me dije en mi fuero interno: -como venga alguna mujer con ganas de ligar o echarse novio, y que a mí me guste, con este tipo no puedo competir-. No me importó mucho, la verdad…
La Fotografía: Normalmente no pienso en la Cena Rara a la que asistiré, hasta el miércoles por la tarde, cuando llega la hora de prepararme, coger el coche y conducir hasta Madrid. Días antes, nada de nada, es más, si sorpresivamente se cuela en mi consciencia, suelo sentir una invencible pereza y reflexiono: sería mejor no ir. Entonces, es cuando opto por dejarme llevar.
Mi personaje el miércoles por la tarde, con los ojos entrecerrados y expresión de desagrado y cansancio. Con esa actitud, mejor no ir, me digo; menos mal que poco a poco me recompongo, me doy un masaje en mi alma social, que está como muerta y hasta me ilusiono levemente, con un poso de escéptico optimismo.