CENA RARA 7.2
“La soledad le abrió los ojos: al pensar, al sentir, al sentirse”. Peter Handke
Jueves, veintiuno de noviembre de dos mil veinticuatro
… A las nueve de la noche no sentamos a la mesa que teníamos reservada, antes nos presentamos amigablemente. Aunque español, tenía nombre anglosajón, que no diré, claro, para que nadie pueda identificarlo.
Esto de las Cenas Raras tiene un punto de anonimato y secretismo que sienta muy bien a la experiencia.
Sí, porque parece una aventura pecaminosa e inconfesable porque dice sobre carencias, adicciones y debilidades (es como consumir alcohol en un sitio secreto en la época de la Ley Seca).
Para romper el hielo hablamos de generalidades, por ejemplo, que era su segunda cena y la primera había sido en primavera.
Yo, dije que era la séptima, y aunque es una cifra que impresiona, a él le dio exactamente igual porque ya estaba a lo suyo.
Ah, se me olvidaba, ese individuo era ingeniero, no recuerdo si lo dijo nada más presentarnos o después, pero de cualquier modo lo era, ya lo creo.
Y en esto llegó una mujer, que tampoco diré como se llamaba, pero sí que también era ingeniera.
Empiezo a sospechar que todo el mundo es ingeniero menos yo, que no soy nada. Al menos en las Cenas Raras, todos lo son o es lo que dicen, lo juro.
Yo, como no soy nada y mucho menos ingeniero, es muy difícil que triunfe socialmente porque, además, y, por si fuera poco, no soy gracioso.
Todos solemos venir de muy lejos en nuestras vidas que ya son de largo recorrido. Ya hemos ido y vuelto más de una vez en casi todo lo importante.
Hay asistentes muy preparados y experimentados en la vida. Por el contrario, yo no, parezco un aprendiz de todo y eso tampoco me ayuda.
Esta noche: había un ingeniero, al que llamaré -uno- sentado a mi izquierda; y una ingeniera, la -dos-, sentada enfrente. Mujer de sesenta y cuatro años, que aparentaba algunos menos y resultaba físicamente agradable, que no deseable (nadie con más de sesenta años lo es, y si es mujer, menos todavía).
Y en esto, llegó la cuarta presencia, programadas seis, asistentes reales tres y media (dos no asistieron).
Explico la excepción: era una abuelita de color, que no hablaba nada de español, por eso divido por dos su presencia: físicamente estaba, participativamente, no.
Habría sido una invitada de piedra, si no fuera porque los dos ingenieros, que hablaban inglés, es lo que tienen los ingenieros, que también tienen don de lenguas, acudieran a su rescate.
Ellos hablaron con la abuela (dijo que lo era), en inglés, naturalmente, y, en consecuencia, yo, que no sé idiomas, no hablaba con nadie.
La situación empezó a tocarme las narices; había llegado desde un apartado y lejano lugar para engañar a la soledad hablando de nada con otras personas (en español, que no en inglés); y resulta que la circunstancias me estaban chafando el plan.
Puse cara ausente, distante y suficiente, y mascullé para mis adentros ¡maldita sea! Con la mejor de mis sonrisas, encima (exigencias del guion de la extrema socialización).
Los ingenieros españoles se apiadaron de mí y me dirigieron la palabra en español, a fin de cuentas, la cena estaba organizada en español. Pero, todo estaba ya algo descompuesto, hasta mi presencia era una altisonancia…
La Fotografía: Para la de esta noche, poco a poco, ayudándome de un inconsciente optimismo, mientras paseaba por la calle Fuencarral, fui repasando los buenos propósitos que había decidido poner en práctica: sonrisas, relajación, vivo interés por los demás, más sonrisas, atenta escucha, indulgencia, más sonrisas, y así hasta conseguir encarnar la esencia misma del ser social ejemplar. ¿Y todo por qué, si esa actitud no me es propia, ni natural? No tengo ni idea. Tal vez porque soy atento y educado y siempre considerado. Por otro lado, en el colmo del buen estar, jamás sobreactúo para conseguir nada de nadie. Alguien debería orientar mis confusos pasos. De todas formas, observando a mi personaje de la foto, el semblante de escepticismo social no me lo quito ni con las mejores intenciones.