CENA RARA 7.3
“El problema esencial de la vida estriba en cómo salir de la soledad, cómo comunicarnos con los demás”. Cesare Pavese
Jueves, veintiuno de noviembre de dos mil veinticuatro
… Una vez establecido quiénes éramos: dos ingenieros (el uno y la dos), un sentimental (yo) y una abuelita de color (negro) que solo hablaba inglés; tocaba empezar la ceremonia de la socialización propiamente dicha, que es a lo que habíamos ido.
El -uno- empezó hablando de lo que le había impulsado a asistir a estas cenas (aparte de ser ingeniero, ya que estas cenas están pensadas para estos seres superiores y omnipresentes); y, entre otros motivos, estaba que había dejado de jugar al baloncesto senior (tenía 58 años) y se le había abierto un agujero existencial en esas horas de los miércoles que le urgía tapar.
También porque empezaba el invierno, estación mucho más propicia para estos eventos (como de mesa camilla) que cualquier otra, según dijo.
En su presentación, además, contó lo bien que tenía organizada su casa a efectos domóticos (era ingeniero, decía cada dos por tres); e igualmente cómo organizaba sus infinitas conexiones a todo tipo de redes sociales, desde las sentimentales a los amigos de cualquier cosa (también aplicaba principios matemáticos, de ingeniero, al asunto social, estadísticas y todo eso).
No acababa nunca con sus cosas, como la navegación a mar abierto (era patrón de barco); o al submarinismo; o a viajar en autocaravana.
Me dio la impresión de que todavía se dejó algunas complejas habilidades por relatar. De la soledad no habló, cómo iba hacerlo si tenía una vida colmada, plena. No hay nada como la autogestión vivencial y suficiente para no morir mañana (esto es cosa mía).
Yo, embobado, callado y sin opción de intercambiar experiencias interesantes (no las tenía).
No así la -dos- que también buceaba, y entonces, con ganas, se cruzaron informaciones sobre paisajes submarinos y pecios de viejos naufragios. Contentos los dos por la afinidad especial encontrada. Ella también había buceado en el caribe.
La abuela y yo, fuera de juego, ella por una cuestión objetiva, como el idioma; y yo también: sobre todo en esto último porque apenas sí sé nadar.
Y en esto, por mantener las formas (educados en lo básico eran), me preguntaron qué hacía yo, a lo que contesté, algo acomplejado, que nada en especial, que era un jubilado de vida pequeña y menor (comparada con las suyas claro): a lo que ella, la -dos-, dijo muy seria, como en posesión de una verdad incontrovertible, que todos éramos iguales.
A los ojos de Dios, debe creer, luego además de submarinista era católica, pensé. O peor, teórica comunista (en la práctica eso no existe o solo en la categoría de pesadilla). Bueno, y luego está la declaración de Derechos Humanos, «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos»; pero esa es otra historia.
A ese trapo no entré, porque no iba a decirle que nada más lejos de la verdad, nadie es igual a nadie, que hay un número inconcebible e inabarcable de individualidades (más de siete mil millones y creciendo); por ejemplo, y sin ir más lejos, hay asesinos y víctimas, tontos y listos, ingenieros y poetas, ricos y pobres, y así ad infinitum; y que lo único, único, que nos iguala es el hecho de morir. Por lo demás, todos diferentes (aunque más o menos iguales, pero esa idea pertenece a mi intimidad y es secreta).
Naturalmente, esta mujer tampoco se sentía sola porque no dijo que esa fuera una realidad propia de su vida (aunque, al parecer, vivía sola) El -uno- también vivía solo. Ambos tenían hijos jóvenes, estudiantes aún.
La abuela, tampoco se sentía sola, supongo; de hecho, a los postres se presentó una hija a recogerla. Entrañable y bonito todo (invitamos a la mujer joven a compartir un postre, un vino y algo de risas).
Llegados a este punto, me parece que el único que necesitaba socializar era yo, por lo que resulté inevitablemente frustrado, que no ellos, porque, según dijeron, el nivel de comunicación en la cena estaba siendo óptimo.
O visto desde otra perspectiva, en la medida que pudieron soltar las cosas de su libro (les daba igual ser escuchados o no, ser aburridos o interesantes).
Estas cenas solo sirven para soltar el propio rollo de infinitas y anecdóticas contingencias, sin mayor cuestionamiento, y además gratis (nos ahorramos la cuenta del terapeuta).
Y entonces ¿esa era la socialización de esta noche? Pues vaya ¡qué insuficiente resultó todo!
Cierro mañana el cuento…
La Fotografía: Mi personaje, mirando hacia abajo, anonadado por la desbordante y activa personalidad de mis compañeros de mesa. Menos mal que no deposité deseos en ninguno de ellos (compartir un viaje en autocaravana con él o un viaje en barco, de grumete, por ejemplo; o intentar ligar con la ingeniera, si me hubiera gustado). Más allá de cubrir la experiencia de la cena sin altisonancias, en un clima social positivo y cordial, poco más tuvimos que hacer y todo acabó bien. El problema del que hablaba Pavese en la cita quedó sobradamente resuelto: socializados todos, al menos durante tres horas.