CENA RARA 7 y 4
“Se puede creer en el amor a los veinte años, incluso a los treinta. Pero creer en el amor a los sesenta años o a los setenta, cuando menos, da que pensar”. Manuel Vilas
Jueves, veintiuno de noviembre de dos mil veinticuatro
… Creo que estoy corriendo el grave riesgo sin importancia de no entenderme ni yo.
Puede parecer que propugno y deseo que en vez de socializar cenando, la celebración sea quirúrgica y en vez de mesa cenemos en un quirófano, nos abramos en canal colectivamente y lo pongamos todo perdido de sangre y vísceras, pura casquería espiritual y vivencial.
No, que va, yo no quiero eso ni mucho menos, lo que me gustaría es que, dado que partimos de realidades comunes: estamos solos y buscamos comunicarnos y algo de compañía, la cena sea en un clima de autenticidad y un poco de tensión existencial, que hiciera la experiencia más sustanciosa, cálida y liberadora. Solo eso, por Dios.
Y luego, nos olvidamos todos de todo y de todos.
Nada de meriendas remilgadas de té y pastas para no hablar de nada que verdaderamente importe.
En el caso de esta cena, sin ir más lejos, cuando pretendí tímidamente que habláramos de nuestra realidad sentimental (que no sexual), el –uno– que vivía en su nube, masajeado por sus ensoñaciones y numerosos éxitos: nos habló de la infinitud de contactos personales (algunos sentimentales) que tenía a través de redes sociales; y lo hizo con una suficiencia insultante (parecía saberlo todo al respecto). Todo ese alarde de mundología traducido al lenguaje de los tópicos me sonó a puro artificio y cóctel presuntuoso de prejuicios a discreción.
En cuanto a la –dos– expresó que estaba bien instalada en su sólida realidad cotidiana. También dijo que ella no estaba en redes, y menos de citas; y que, sentimental, física y sexualmente, se sentía como una mujer de cuatro o cinco años menos de los que tenía, y, en su caso, solo le interesaría, trabar relación con un hombre, como mucho, de sesenta.
Sin pretenderlo, supongo, había señalado al –uno– como posible candidato, que en absoluto se dio por aludido. Y, de paso a mí, en el sentido chungo: que ni siquiera se me pasara por la cabeza intentarlo (yo tenía once más de su límite); y no, claro que no se me había pasado, porque para mí, esa mujer, a pesar de sus fantasiosos sesenta, se me había hecho vieja en la cena, e incluso antes de que llegara.
A estas alturas del desgarro confesional, la abuela se había ido ya, recogida por su hija; por mi parte dije que ya no tenía ninguna expectativa romántica de ninguna clase y que bien estaban las cosas así, como estaban. El ingeniero me recomendó que fuera a viajes del Inserso, pero no le contesté lo que me hubiera gustado: que fuera él con su prima.
Levantamos la sesión de terapia de socialización, pero sobre todo autocomplaciente (que no para mí), poco después de las doce.
Ah, se me olvidaba, mi cena, unos Fettuccine alla bolognese casera con parmesano, bastante mal cocinados, para olvidar. Llegué a mi casa a la una y media.
La Fotografía: No tengo ni idea de cómo son las relaciones sociales ahora, en otras edades; supongo que fluidas y abundantes porque todo el mundo cuenta con muchos más recursos que los que tuvimos los de mi generación en la treintena. Sí sé cómo fueron las mías de aquella época, y aunque escasas dado mi carácter que no ha cambiado (realmente, nada lo hace) por lo menos las tenía. Entonces, incluso las sexuales, creo recordar, fueron abundantes y diversas; sin embargo, ahora, pensar en socializar epidérmica o sexualmente, es, sencillamente, imposible, aparte de algo estúpido. De eso me voy dando cuenta muy despacio, lamentablemente. Ante este desolador panorama, estos tenues y frustrantes intentos de mezclarme con otras personas solo pueden provocar en mi personaje sufrimiento y rechinar de dientes.