DIARIO DE ENVEJECIMIENTO 60
“Un ser vivo que se aísla de su entorno se independiza trivialmente de la incertidumbre, sí, pero al alto precio de convertirse en un ser muerto (o casi: la hibernación)”. Jorge Wagensberg
Lunes, nueve de diciembre de dos mil veinticuatro
Sí, ya es lunes. Pero, tengo un problema técnico: para llegar al primer día de la semana, antes tendrían que haber pasado los últimos de la anterior, y, ahora, no soy consciente de que existieran. No tengo recuerdos vivos de ellos.
Será, como dice Wagensberg, que ya me he muerto, pero de eso tampoco me he enterado. Me pregunto: ¿habrá alguna muerte tan instantánea y fulgurante que no te enteres de que te mueres? No sé, quizá un rayo, pero tormentas ahora no hay; así que no me debo haber muerto todavía, orgánicamente, se entiende.
De cualquier modo, yo apostaría fuerte, con mi alma si esa entelequia existiera: adquirir muerte súbita a cambio del alma. Sí, porque lo más preciado que tenemos, tiempo, ya estoy de acuerdo con entregarlo. Lástima que esa transacción no se pueda llevar a cabo elegantemente; sí, ya sé, existe el suicidio, pero esa fórmula siempre será prosaica y carente de espiritualidad y finura (con intervención de la policía y hasta de forense y todo).
Tampoco me cuadra del todo la cita de hoy, porque, vamos a ver, un ser, o persona, más bien, siempre podrá aislarse; pero esa decisión también puede partir de los demás, es decir la sociedad que te rodea. No es una decisión unilateral, siempre hay dos partes en juego, como en el amor, pongamos.
Es más, los viejos, poco a poco, vamos opacándonos hasta hacernos transparentes, invisibles. Y eso, no conviene olvidarlo: en el aislamiento también intervienen los demás. Nadie quiere tratos con los viejos, luego estamos condenados al ostracismo y la virtualidad, sencillamente porque suelen ser los demás los que deciden. Al marginado, en caso de que perciba esa funesta realidad, por dignidad, solo le queda aislar él mismo a los otros. Conmiseraciones sobre la propia carne, ninguna, por favor.
La vejez es una cárcel de la que no saldrás nunca, perpetua hasta la muerte. Hasta hace nada, yo, todavía creía que con mi libertad de la mano podía acceder a cualquier sitio, siguiendo mis impulsos más naturales; pues bien, he descubierto que no es así, que para determinadas cosas tienes vetado el acceso, por ejemplo, si tienes más de 65 añitos (lo viejos con los viejos que no ofendan a los jóvenes con su lamentable presencia).
Seguro que alguien joven y sano (de esos que siempre tienen a mano un argumento lógico, sensato y banal), argumentarían que a los viejos siempre nos quedarán otros viejos para socializar y mantenernos integrados entre sí.
Sí, claro, como los niños con otros niños, jóvenes con jóvenes, y así sucesivamente hasta el final de las generaciones.
Sí, nada que oponer, todo en orden, impecable e impoluto silogismo, pero esa ideal alternativa al aislamiento para mí es imposible porque a mí los viejos no me gustan (se han rendido todos), ni colectiva ni individualmente, salvo mis amigos porque hemos envejecido juntos, y esos solo son dos. El drama de la soledad está servido. “Renunciar a la vida para así no tener que renunciar a uno mismo”. Fernando Pessoa.
La Fotografía: De unos años a esta parte los viejos hemos ido conquistando espacios públicos, ahora somos los amos de las ciudades, que parece que se hayan creado para nosotros, estamos por todos lados, siempre estorbándonos unos a otros (a mí mucho). Además, nos organizamos en bandas, como los de la foto. Ocupamos los jardines, las calles, las catedrales, los museos y los teatros, todos a todas horas, hasta los locales nocturnos los vamos ocupando poco a poco, bailoteando patéticamente sin parar. Parece que hayamos enloquecido por una única y sencilla razón: no queremos morirnos nunca.