Diario de un hombre Intranquilo 1.1
“El sexo es una energía magnífica y pura mientras el vigor físico nos acompaña; de no ser así es simple suciedad. No lo echo de menos. La soledad es mejor que la compañía. Tanto en la cama como en la mesa”. Sándor Márai
Domingo, dos de febrero de dos mil veinticinco
Hoy, domingo, me he levantado tarde. No suele ser así, pero no encontraba motivos para salir de la cama. El día será largo, o más bien corto porque no me dará tiempo a hacer nada en mi beneficio, todo lo contrario -me dije-.
Hoy hace sol por fuera y sombra por dentro.
No tenía ni idea de cómo afrontaría el dichoso domingo, uno más y todos tan largos y tan tristes. Parecería que estoy deprimido, pero no, en absoluto lo estoy.
Después de desayunar, a las nueve y media, me he sentado frente al teclado (normalmente a esta hora llevo dos o tres horas aporreándolo, pero hoy solo me golpeo a mí mismo).
Entonces, se me ha ocurrido abrir una nueva ventana en el diario, la del enfado, que es exactamente como me siento hoy. Conmigo mismo.
Anoche salí a tomar una copa, como suelo hacer cada quince días. Un escenario, en el que me presento confuso y desenfocado entre el sábado prometedor y el abatido domingo, en semanas alternas. Aunque no tengo necesidad de asistir porque nadie me espera y a nadie espero, lo hago porque todavía sigo encadenado a las demandas de mis carnes flojas movidas por los hilos que ofuscan mi voluntad y me entregan a un guion sin sentido, esperpéntico y ridículo que no hace reír a nadie y menos a mí.
La fealdad que me circundaba hizo que huyera despavorido tan solo treinta minutos después de llegar y la copa mediada, que abandoné en cualquier rincón.
De mujeres, sin noticias. En la página de contactos, donde ya soy un veterano, solo me saludan mujeres desdentadas, con más años que sus madres y los mismos que sus abuelas. Tendré que buscar por otro lado, si la necesidad aprieta (que no, que no lo hace, o sí), aunque sea pagando. La ventaja de esta fórmula: dudosa, porque, aunque me salte a las desdentadas, canosas, desmaquilladas y despeinadas, me enfrenta abruptamente a las mentirosas. No sé qué es peor. No hay solución y es eso lo peor.
Para un septuagenario como yo el sexo es todavía una necesidad, imposible de realizar: es malo intentarlo, pero mucho peor conseguirlo porque tienes que enfrentarte al hiperrealismo insoportable de los cuerpos desnudos. Inapropiados y decaídos, una vez desvestidos.
Luego está lo de la impostura amorosa, la peor de todas porque se pierde mucho tiempo en fabulaciones idealizadas e imbéciles que, además, suelen salir carísimas.
Anoche vi como un viejecito, escuchimizado y contrahecho, abrazaba a una lujuriante mujer de veinte años menos que él, repintada y repeinada. ¿Cuál era la verdad de esa artificiosa, desigual y “carnosa” relación? Ni puñetera idea, aunque puedo imaginarme lo peor. Lo mejor ni siquiera soñando angelicalmente puedo verlo.
Sí, estoy enfadado porque no me va nada bien y porque nadie, absolutamente nadie me hace sonreír. Ni ellos ni yo desaprovechamos ninguna oportunidad de mostrarnos mutua indiferencia. Con las mujeres es todavía peor porque estamos en estadios despreciativos mutuos, ellas por acción y yo por omisión (o al revés). Nos hemos entregado a un encarnizamiento despiadado…
La Fotografía: A este condenado lo castraron los verdugos de la inquisición (parece). La evolución de la sociedad hacia la modernidad, en la que la religión fue sustituida por la democracia y el pecado por la ley (los woque todavía no habían aparecido con sus insufribles moralinas), hizo que el alto y cruel tribunal quedara obsoleto para ejecutar esas dementes y retorcidas sentencias. Ahora, en la era postmoderna y feminismo rampante, son las mujeres saturadas de irracional androfobia las encargadas de infligir los castigos que según ellas haya menester a los hombres por el mero hecho de serlo, incluida la castración metafórica y absurda porque perdemos todos. Han dado la espalda a la naturaleza y la sensatez en aras de un idealismo miedoso, reprimido y represor.