DIARIO ÍNTIMO 118.1
“Llueve en mi corazón
como llueve en la ciudad;
¿Qué es esta languidez
que penetra mi corazón?
¡Oh dulce ruido de la lluvia
por tierra y en los techos!
Para un corazón que se aburre,
¡Oh el canto de la lluvia! …”
Paul Verlaine
Domingo, veintitrés de marzo de dos mil veinticinco
Ayer por la mañana saqué a pasear a Mi Charlie, y él a mí. Me limité a seguirle.
Después, se fue. Me quedé solo y hasta la hora de comer una fabada de bote con un vaso de vino y un plátano, fotografié.
Me dije: el resto del día puede que sea maravilloso para ti, te acompañará el silencio, el que nunca falla. Leí de un autor que ahora no recuerdo (seguro que era francés): “La sabiduría, el silencio del espíritu…”, me encantó porque pensé que me sentaría bien para todo el día, aunque ya habían aparecido indicios de que me pasaría por encima sin contemplaciones.
Por la tarde, la lluvia al otro lado del cristal, de un tono gris tristeza, se espesaba sin redención ni lástima. El azar hizo que inesperadamente oyera, recitado por Espido Freire, Llueve en mi corazón, de Paul Verlaine. Me conmovió. No sé por qué no he seguido con atención a los parnasianos franceses, ni siquiera a Rimbaud, lo que es un motivo más para estar triste, o para extender mi condena a perpetuidad.
Una vida que no busca incesantemente la belleza (y a veces la encuentre), carece de sentido.
Siguió lloviendo, toda la tarde. A veces la luz deshacía el hechizo de la lluvia, todo se aclaraba para oscurecerse en el mismo instante. La tarde, la lluvia, la luz y yo éramos lo mismo en la tristeza.
El trance pedía a gritos música de Robert Schumann, el melancólico, el desesperado, el que murió antes de tiempo privándonos de la belleza que llevaba dentro. Elegí piezas de piano, claro, interpretadas por Maria Joao Pires…
La Fotografía: Para fotografiar, por la mañana, me disfracé de mí mismo por hastió de verme sin arreglar, sin retocar, siempre con la íntima desolación de todas las horas de todos los días. Hice esfuerzos denodados por esbozar una media sonrisa frente al objetivo sin conseguirlo. Por la tarde, cuando revelaba las autofotografías, ahíto de desgana, comprobé lo que ya sabía: todos mis denodados intentos de sonrisa se habían convertido en espantosas muecas. Realicé varias decenas de tomas (incesantes idas y vueltas de la cámara al posado) y solo me quedé con unas pocas, apenas algunas, como la de hoy. Serio, pero no triste en ese momento. Solo habitando mi ser. No sé estar de otro modo delante de la cámara (ni fuera de campo, tampoco).