Diario de la Soledad (tres)
“Un escritor o cualquier otra persona que hubiera superado el estar solo, dejaría de interesarme”. Peter Handke
Lunes, siete de julio de dos mil veinticinco
Ayer escribí sobre “mi felicidad”, que ya va por la entrega ocho, nada menos, y eso que hace poco que inauguré el capítulo. Cualquiera que lea estas entradas podría pensar dos cosas (o más): que me engaño o que soy un majadero. Tendría razón, sobre todo y esencialmente por lo de la insuficiencia. Pero no es tanto eso, la felicidad, como entender que sufrir no conduce a ninguna parte, o sí, a la improductiva depresión, y yo, deprimido no estoy.
Mi reflexión para haber llegado al extremo de autodefinirme en este diario como persona feliz (solo a ratos y a días), es porque creo haberme adaptado razonablemente bien a mis circunstancias. Yo no hago las cosas que suelen hacer las personas que se creen felices, como decir que el vaso medio vacío está medio lleno (autosugestión positivista), o sonreír sin ganas, o socializar a ultranza… A mí eso no me sale. Mi naturaleza hace que al vaso mediado lo defina como: vaso mediado. Y en cuanto a la socialización, no suele gustarme si no es con personas con las que tenga afinidades, proximidad afectiva o muy amistosa, porque si no, tampoco. Prefiero estar solo porque me trae más a cuenta. No hay nada más molesto para mí que la cercanía de alguien que no me caiga bien.
Eso no quiere decir que la soledad física, real durante días y días, sin solución de continuidad, no me genere una presión anímica difícil de soportar, que en el ámbito doméstico se traduce en dejadez, tanto en la calidad de las comidas, limpieza de la casa o hasta en el propio aspecto personal. Me he acostumbrado a la mediocridad y a una cierta sordidez, porque como nadie me ve, qué más da, me digo. Actitud suicida, por cierto.
Ah, y por supuesto y por encima de todo me entrego maniáticamente a las perezosas rutinas (propias de los solitarios).
Puedo solucionar, si me empeño, lo que dependa exclusivamente de mí; pero no cuando necesito de la presencia o voluntad de los demás, me siento perdido porque sobre eso nada puedo hacer, salvo contratar a profesionales que cubran carencias y necesidades, siempre que sea pertinente y posible.
A partir de esa premisa, lo único inteligente que se me ocurre es centrarme en lo que me produce satisfacción a diario y, afortunadamente, no lo tengo muy difícil porque a mí me gusta estar solo (no siempre), y otras muchas cosas. Como nadie desea estar cerca de mí, todo encaja (por eso lo del capítulo, algo exagerado, de -mi felicidad-); pero, a veces, eso es jodidamente difícil, como ayer domingo, que la tarde me resultó insufriblemente larga y tediosa. La soledad desnuda y dura no consigo superarla completamente, aunque a veces crea que sí. Y, sobre todo, en mis necesidades sexuales, que resuelvo con abstinencia o con eufemismos posibles y reales, aunque insuficientes; viajar, que eliminaré dentro de poco porque la satisfacción no supere la incomodidad, las molestias, el silencio y la carencia de risa (cuando viajo no me río en todo el día). También, las salidas supuestamente placenteras, como restaurantes o teatro o turismo, que iré reduciendo paulatinamente de modo natural (seré más resistente en cuanto a arte, porque seguiré asistiendo a exposiciones); en fin, sospecho que la descarnada soledad la podré sobrellevar y contrarrestar con soledad refinada, mi mejor recurso, porque genero con naturalidad defensas que me son propias: crecí con ellas al ser hijo único en entornos solos, además.
La Fotografía: Versión artística, o representación hiperrealista de mi estado de ánimo de ayer domingo, por la tarde, devastado por el desánimo. Es decir, que lo de mi felicidad, es un mero ejercicio teórico, aunque bastante real, pero una mierda en muchos momentos; como dijo el célebre personaje de Con faldas y a lo loco: el hombre se vuelve hacia él, se sonríe y exclama: “Nadie es perfecto”. Este final ha pasado a la historia como uno de los más simpáticos, entrañables y hasta liberadores.