COLECCIÓN DE MISCELÁNEAS 85
“Si estás deprimido, estás viviendo en el pasado. Si estás ansioso, estás viviendo en el futuro. Si estás en paz, estas viviendo el presente”. Lao Tse
Martes, ocho de julio de dos mil veinticinco
He vuelto de mi paseo diario, un poco más largo de lo habitual (ha sido como los del año pasado), pero sin añoranza, porque deprimido no estoy (lo vengo repitiendo con frecuencia, por algo será). Ansioso tampoco, luego de futuro nada de nada, tampoco (no hace mucho tiempo que oficialicé aquí que abolía el pasado y el futuro). Y, entonces, me curé. La paz sea conmigo, por los siglos de los siglos, amen. Mi sobrevenida e inesperada sabiduría se merece toda la equilibrada armonía que sea capaz de vivir.
La diferencia abismal entre las culturas religiosas y metafísicas de oriente y occidente es que mientras las orientales acuden y atienden a los estados de ánimo del ser (escuchan mejor las tribulaciones espirituales humanas) es decir, son más humanistas y compasivas; las occidentales son imperativas y dogmáticas y maniqueas y un asquito por culpa del dichoso idealismo judeo platónico, y por extensión cristiano o musulmán. Estos últimos, a pesar de que han penetrado en amplias zonas orientales, son los peores del dogmatismo occidental (al menos en su materialización política y social).
Y ahora es cuando me pregunto: ¿y qué coño haces tú hablando de lo que no sabes y encima sin copiarlo de algún libro escrito por alguien que sí sepa? Pues no sé, pero es que algo tengo que hacer en mi patio de clausura, hoy por la mañana, a no ser que me transforme en estatua de sal.
Voy un poco más allá en mi ociosa reflexión: a partir de lo escrito antes y de la cita de hoy (que ya la utilicé el once de febrero de este año y no me he dado cuenta hasta después, pero que mantendré porque tenía sentido entonces y tiene sentido hoy). Soy poco o nada sensible a los orientalismos religiosos, y en esto me han funcionado brutalmente los prejuicios; o dicho de otra forma a modo de ejemplo gráfico: si veo venir por la calle a esos tipos rapados y de túnicas naranjas que tocan el tambor y bailotean, giro por la primera transversal y me alejo a toda prisa no vayan a contagiarme algo de lo suyo. Con los curas me pasa algo parecido, pero no tanto, y debe ser porque estoy más acostumbrado.
Creo que mi grafomanía de hoy tiene poco sentido, salvo porque es un automatismo al que le da exactamente igual que se sustente en algo sabido o lógico. Escribo porque sí y porque ahora no me sale hacer nada que no sea esto. Y porque, además, me gusta mucho.
En los últimos días he visto una serie de ficción histórica de Kazajstán que recrea la creación del estado Kazajo (descendientes de Gengis Khan), en el siglo XV.
Se titula La espada de diamante (2017), y me ha parecido absolutamente maravillosa, de una belleza incontestable y gozosa hasta la fascinación.
Cuenta el éxodo de un pueblo formado por tribus que se unen contra un dictador que los sojuzga cruelmente (los mitos históricos se repiten una y otra vez desde el principio de los tiempos).
Avanzan miles de kilómetros a través de las estepas, acosados por khanatos hostiles, en una recreación bellísima y mitológica: camellos, dromedarios; caballos, sobre todo caballos galopando con una poderosa gracilidad, marcando los galopes rítmicamente; perros cazadores vertiginosos e infalibles; temibles halcones y águilas cazadoras, certeros y mortíferos. Una partida de caza en montañas limítrofes con la infinita estepa resulta de una belleza perfecta, virtuosamente fotografiada.
Sobrios y poderosos guerreros que libran salvajes combates en las llanuras esteparias; bellísimas mujeres ricamente vestidas, sensuales, fuertes de carácter y sabiamente lúcidas (también manipuladoras, dado su sexo y condición).
Vestuarios fastuosos, de un orientalismo barroco y un colorido exultante. Armas ricamente labradas, pero de apariencia terriblemente mortífera.
Lejanas ciudades mitológicas de una belleza de ensueño. Palacios reales con salones del trono, donde se celebraban sesiones deliberativas de los sultanes, que sobrecogen por su majestuosidad y dignidad. Cientos de grandes tiendas circulares (yurtas) y su riquísima y alfombrada decoración interior.
El pueblo kazajo, tal y como aparece en la serie es arrojado y valiente, firmemente asentado en valores de libertad a ultranza, lealtad y honor.
Disfrutando como lo hago de estos fastuosos espectáculos en mi cine de verano, no necesito más porque vivo en paz, que dijo Lao Tse.
La Fotografía: Grandísima serie (diez capítulos) que, y simplemente para situarla en un contexto artístico comparado, está a siglos luz de cualquier recreación histórica española. Un inmenso placer visual impregnado de aventura, heroicidad y épica.