DIARIO DE ENVEJECIMIENTO 64
“Culpable de mi envejecimiento y de tantas cosas que hice mal por no haber sabido hacerlas de otra forma. Lo dijo el poeta Luis Cernuda «mano de viejo mancha», y calificó a la vejez de «humillante e inhóspita» Manuel Vilas
Domingo, veintisiete de julio de dos mil veinticinco
Hace casi dos meses que no vengo aquí, al asunto capital y casi único en mi vida: el incesante envejecimiento.
Si no vengo es por algo: es tremendamente aburrido. No me provoca risa ni placer. Solo melancolía.
Este es un tiempo de abstinencia vivencial (ahora ya casi no hago nada de nada); aunque Rocío y yo estamos en fase de explorar que podríamos hacer juntos. Después de tanto tiempo, eso sí que es una gran novedad para mí. Para ella no sé (todavía no me lo ha contado porque no nos vemos apenas). Imagino que su perspectiva será diferente porque es unos años más joven que yo, tampoco tantos, pero suficientes para cambiar cualquier sensata perspectiva.
En tan solo unos días, mi calendario y yo, aumentaremos la brecha de nuestras edades.
Rocío lee mi diario, con lo cual, mucho me temo, que mañana recibiré espantado un mensaje de ruptura, algo así como: -mira, pepe, hasta ahí no llego-. Lo entenderé porque, aunque no he ocultado mi edad presente, sí la proximidad de la futura. En nuestra historia, la víctima siempre seré yo.
Con las mujeres, desde hace años, he pasado a ese estatus: de hombre aprovechable a víctima propiciatoria, sin casi darme cuenta, además.
No, no estoy llorando, simplemente constatando cómo está la cosa. Pinta fatal.
El otro día, en el Súper de proximidad (tengo dos de referencia: el lejano, con más surtido de todo; y el del barrio, con menos pero que me pilla más a mano). Bien, en este, el ochenta por ciento de los clientes somos viejos, bastante viejos, por cierto. En la zona de la verdura y fruta compraban dos viejas, que se conocían, y ambas celebraban con risas que en el intervalo desde el hecho de embolsar al de pesar, olvidaban el número de referencia y tenían que volver una y otra vez, de un lado para otro. Eso era casi una fiesta para ellas y motivo de alborozo. Esa es la actitud, la de una vitalísima resistencia al desánimo y resignación.
A mí eso todavía no me pasa porque procuro comprar las cosas de una en una y así retengo mejor.
Si me pasara, ni puta gracia me haría, y de reír nada de nada; o sí.
Aquí hablo de lo que siento y temo, y si no lo hiciera así, tendría que cerrar el diario porque lo que no quiero por nada del mundo es engañarme a mí mismo y encima emplear energías en escribirlo. No sería un diario (los diarios, si son mentira, no son nada), sino una grave estupidez. Para las tonterías ya no tengo tiempo.
Es atributo de la vejez, honrar la verdad propia, el mejor homenaje que uno se puede ofrecer y eso, nunca, desde mi punto de vista es falta de respeto a sí mismo. Lo digo porque he oído hasta el hartazgo que no se debe confesar lo malo propio, en general (dejémoslo ahí), porque es faltarse el respeto que uno se debe. Yo no pienso así, todo lo contrario. Bien es verdad que podría callarme, es decir, desenfocarme y hasta diluirme en la espesura gris de la despersonalización. Y, entonces, qué me quedaría para sobrellevar mi vida, si todo el puto mundo pasa de mí por viejo y por todo lo demás (y yo de ellos).
Ah, y para más información y conjurar el olvido, anoche, que era sábado me acosté antes de las doce y sin rezar ni nada me dormí como el niño que he vuelto a ser. Durante años y años, todos los sábados eran de salida festiva hasta muy tarde. Todo un choque existencial (el de ahora, claro).
Creo que lo voy a dejar aquí, porque me estoy cabreando yo solito; o, no.
La Fotografía: Uno de los síntomas de mi galopante vejez es que, de un año a esta parte, me apetece menos cocinar, ya casi nada. Inadvertidamente, debo estar preparándome psicológicamente para las comidas del asilo, que me las darán hechas. Así que compro mucha comida cocinada por los empleados de Mercadona, o por la Rebe, la que vende comida en mi barrio para gente como yo. Por ejemplo, esta pechuga de un pollo entero asado que me compré ayer, me la comí a mediodía, tan contento.