DIARIO ÍNTIMO 130
“Ahora comprendo que ella en realidad, en el fondo, no pensaba como yo. Ella buscaba un amor en el tiempo, y yo una belleza atemporal. Ella buscaba un ser humano y yo un arquetipo. Ella buscaba el sol y yo una estrella más pequeña”. Manuel Vilas
Sábado, treinta y uno de julio de dos mil veinticinco
El jueves, a las seis de la tarde bajé a la estación a recibir a Rocío. Hacía dos semanas que nos vimos. Pasamos la tarde noche encantados: cenamos y charlamos plácidamente en mi patio de clausura. Todo fue genial, en todos los sentidos posibles.
El viernes por la mañana, ella se fue a la ciudad a visitar las dos sinagogas y a dar un paseo por la ciudad. Yo me quedé en casa preparando la entrada de diario del día siguiente. Luego, la recogí frente a la Puerta del Cambrón y nos acercamos al Valle para ver la célebre panorámica de la ciudad. Visitamos la ermita y volvimos a casa para hacer la comida y comer.
Luego, a media tarde, se pusieron en evidencia circunstancias más íntimas de nuestra relación que ya conocíamos y que yo eludía debido a mi cobardía. Me sentía aterrorizado. Con ella estaba encantado porque es una mujer maravillosa y por la que sentía la más rendida admiración. Pero, también sabía que en nuestra relación todo era demasiado difícil y frágil para que pudiera salir bien. En esos momentos, temía la dureza emocional que supondría la puesta en evidencia de lo que estaba pasando. Sucedió, inevitablemente.
Ella no se sentía cómoda y nuestro drama se evidenció a lo largo de una terrible, desoladora e interminable hora. No nos había salido bien nuestro intento, algo falló en mí y no encontré solución. El drama se hizo presente en toda su crudeza.
Rocío abandonó mi casa a las seis y veinticinco de la tarde para tomar el tren que salía a las siete menos cuarto. Volvió a la suya, en Madrid.
Habíamos pasado veinticuatro horas juntos, las últimas de nuestra breve aventura amorosa. Fugaz, gloriosa en muchos de los momentos para terminar siendo inconsolablemente infeliz.
Después de irse me quedé con lágrimas en los ojos y absolutamente devastado, me tumbé en mi patio de clausura y fui incapaz de reaccionar en lo que quedaba de la tarde noche. Me acosté pronto, impotente para hacer nada más allá de la tristeza que sentía.
No sé qué ira pasando en el futuro, pero temo que esta experiencia haya supuesto la confirmación de mis peores augurios, de por vida ya: permanecer en la más desoladora soledad una vez que el último intento por reconstruir mi vida en compañía haya resultado imposible.
Alimentar expectativas durante largo tiempo, el fugaz intento previsiblemente frustrado y las penosas y llorosas despedidas, suponen una sucesión de estados de malestar y todas ellas juntas, una vivencia desdichada.
El deseo no es suficiente para sostener cualquier intento quimérico e improbable, de amor, de sexo y compañía acogedora, protectora y consoladora.
Cerraré las puertas de mi vida a cualquier posibilidad amorosa. Única y sencillamente porque es terriblemente frustrante.
Permaneceré en silencio por los siglos de los siglos, o como me decía Rocío respecto a mis fatales determinaciones: -que sería como soy hasta la extremaunción-
La Fotografía: Imagen de un paraíso lejano e inalcanzable para mí, con Venus de espaldas: diosa del amor, la belleza, la primavera y la naturaleza. Del corto de Agnès Varda: Du Côté de la Côte (1958)