Diario de la Soledad (cuatro)
“Si buscas la verdad prepárate para lo inesperado, pues es difícil de encontrar y sorprendente cuando la encuentras”. Heráclito. (La invención de la Soledad, Paul Auster)
Viernes, veintidós de agosto de dos mil veinticinco
Hoy es un día dificilísimo.
Es un día valle, oscuro en mis adentros a pesar de que sea luminoso y veraniego.
Cada una de las horas del día han resultado penosas, depresivas, desganadas.
Ahora son casi las siete y media de la tarde. Recuerdo que ayer encontré en audible un título de Paul Auster, que no creo haber leído (o sí, no estoy seguro). Curiosamente, el primer capítulo lleva por título: Retrato de un hombre invisible; cuando lo he visto he sonreído porque en este diario hay un capítulo titulado: Diario de un hombre invisible, que me inventé en mayo de este año, luego no he copiado a Auster porque su título está publicado en julio de este año (reedición) aunque ya lo estuviera desde 1982, por eso no creo haberlo leído (o sí, no estoy seguro, pero desde luego estaba soterrado en el olvido). De cualquier modo, me causa sorpresa que a mí se me ocurran títulos parecidos a los de Paul Auster.
Con esto no quiero decir nada, obviamente, solo mencionar coincidencias. Por otro lado, a priori, no veo la conexión entre la cita de Heráclito (en torno a la verdad), y la soledad; o sí porque la soledad es verdad y universal. Todos estamos solos, aunque nadie lo reconozca porque es causa de vergüenza y pesar por parecerse tanto al fracaso. En mí reconozco las dos y las dos me duelen porque son verdad, amargas e incurables ambas.
Cuando tengo días tan negros como hoy se me quitan las ganas de todo, me quedaría tumbado inmóvil, con los ojos cerrados, como si me hubiera muerto secretamente porque todavía tardarían en descubrir el cadáver. En realidad, puede que sea así, aunque me mueva, me alimente y haga mis necesidades, e incluso hable de allá para cuando con otras personas.
Doy fe que sigo vivo sin ganas en este diario y hasta saco a pasear a mi cuerpo todos los días, eso sí despacio (todo el mundo me adelanta caminando). Otra fe de vida, gustosa, además, sería tener sexo hetero (el único que me gusta) de vez en cuando, más allá de la tristeza onanista; pero no, no tengo. Estaría bien porque oxigena la sangre y los humores del cuerpo: Hipócrates dijo que su equilibrio determina la salud. Otras actividades placenteras tampoco practico, salvo dormir en paz y ver adormecido películas que apenas me interesan.
En días así procuro mantener una cierta armonía y coherencia en lo que elijo ver, leer o escuchar para que la vida tenga el ritmo y estilo adecuado, por ejemplo, ahora, está sonando en mi estudio Cuarteto para el fin de los tiempos, de Olivier Messiaen.
A mí el tiempo se me ha acabado y siento el destiempo en forma de molestia indeseable. Una persona que ahora no recuerdo quién fue, y a propósito de mi cumpleaños, me dijo que lo bueno es seguir cumpliéndolos. Pensé en contestar con una pregunta que se cae por su propio peso, de pura lógica: ¿para qué? No lo hice porque no quise violentarla. A nadie le gustan esa clase de preguntas. Ninguna que tenga que ver con la razón de existir, a nadie le gusta esa pornografía existencial. A mí sí y por eso no sintonizo con nadie.
La maldita soledad, causa de tantos males (no tantos como los de la compañía) es verdad y no es difícil encontrarla (a pesar de Heráclito) porque está dentro de cada uno, como un maligno y larvado tumor que más adelante acaba contigo en modo tortura.
Creo que dejaré de escribir por hoy: no merece la pena y porque ni puñetera gracia me está haciendo.
La Fotografía: Sumbler, de Anna Weyant (2020), de la exposición en el Museo Thyssen Bornemisza, que vi hace menos de quince días (un acontecimiento). En tiempos de penuria, míos y solo míos (de los demás, si es que existen, nada sé), al menos me queda el arte, que me salva algunos días. No sé qué pensaba o sentía la artista cuando creó esta obra, lo mismo nada que ver con lo que a mí me sugiere ese ser tumbado, que no ve y que parece sufrir una pavorosa pesadilla.