DIARIO ÍNTIMO 131
“Si sabes ver y retener en tu alma todo cuando tu madre te dio, no morirás nunca”. Manuel Vilas
Miércoles, tres de septiembre de dos mil veinticinco
Tenía pensado escribir una entrada con motivo del centenario de mi padre, pero eso sucederá dentro de dos años, porque hoy, tres de septiembre, tendría 98. Podría esperar, es lo que venía haciendo, pero tengo inmensas dudas de que este diario siga publicándolo dentro de dos años, y será por dos razones: una, porque me haya muerto; y dos, porque se me hayan quitado las ganas, es decir porque me haya muerto también. Con dos poderosas razones, la muerte es segura en menos de dos años.
Mi padre no encontró sentido a su vida, o sí, y fue beber ansiosa y agónicamente hasta morir. Lo consiguió, y de paso arruinar la vida de mi madre, que tenía como único y principal sentido en la suya, cuidar de él.
Mi madre se pasó su vida disimulando ante todos, las coléricas borracheras de mi padre, además de cuidarle y protegerle y hasta hacer su trabajo lo que ahora, tantos años después, me parece pura santidad. Mi madre quería locamente a mi padre, hubiera muerto por él, y de hecho de algún modo lo hizo.
Se pasó la vida buscando médicos que le ayudaran en superar su mortal adicción, y luego otros médicos que le curaran n las consecuencias de su permanente y ciega agresión hacía él mismo: a su cuerpo frágil. Tuvo que soportar entonces (mediados de los setenta), la implantación de prótesis para ambas caderas, aparte de todo tipo de disfunciones orgánicas.
Mi madre, nos puso la comida en la mesa a él y a mí, durante toda nuestra vida (a él hasta los cincuenta y uno y a mí hasta los treinta y seis años, y luego, con frecuencia, hasta su muerte a los sesenta y cinco).
La única diferencia de ineptitudes entre mi padre y yo es que a mí no me ha dado nunca por agredirme físicamente como a él, pero por lo demás, iguales: sensibleros, miedosos, temblorosos, poco inteligentes e inútiles integrales. Probablemente, ambos fuimos lo que podría definirse como buenas personas, pero cuidado con esa superficial apreciación, no hay que confundirse con ella: se es bueno por pura cobardía e impotencia, por no ser capaces ni de ser malos.
Él, al menos, tuvo la indudable coherencia y lucidez de decidir lo que hizo, quiero pensar: como no valgo para nada, mejor me destruyo, pero lentamente y así gozo por el camino. En eso fue valiente, mi padre. Yo, ni siquiera eso, he sido tan pusilánime que nunca me he atrevido con nada, no fuera a ser que me doliera.
Y sosteniendo a esas dos catástrofes humanas, mi padre y yo, mi madre, que podía con todo por poseer una voluntad, inteligencia, valentía, capacidad de trabajo, simpatía y generosidad como nadie que yo haya conocido en mi vida, ni siquiera por referencias.
La Fotografía: Hoy era un día para hablar de mi padre porque es el aniversario de su muerte, cuarenta y siete años desde que cayera fulminado por un ictus invasivo y mortal, a los cincuenta y uno. Sin embargo, solo me sale hablar de mi madre, porque sin ella mi padre no era nada, no fue nada en realidad. Lo mismo que yo, que cuando me muera (me quedan menos de dos años), si alguien hiciera una glosa de mi vida, también tendría que hablar de mi madre, porque por mí mismo, soy invisible. Para cerrar este pequeño relato íntimo, un aspecto anecdótico de los años ochenta, en la cincuentena de mi madre: cuando amigos míos decidían alejarse de mí (ya no me soportaban más, supongo), algunos de ellos siguieron visitando a mi madre con sus familias, mientras que, de mí, ni se acordaban (me lo contaba mi madre). Ella era carismática y especial para todos los que la conocieron. En esta fotografía tenía cincuenta y un años (la edad en la que murió mi padre, y será la última que podré publicar porque ya no tengo más suyas). ¡La quedaba tan poco tiempo! solo catorce años. En el pasillo del hospital, cuando la paseábamos despacio nos dijo a Naty y a mí, con mucha tristeza -es muy pronto-