LOS MICROVIAJES
Albacete y Jaén: día 1.1
Miércoles, veinticuatro de septiembre de dos mil veinticinco
Me levanté a las siete y me puse a trabajar frenéticamente para terminar el diario de septiembre; reordenar el listado de viaje con las localidades a visitar y la ruta que seguiría, orientativa, claro.
Desayuné e hice la maleta atropelladamente.
Salí de mi casa a las diez y media. El sol y la temperatura, agradables.
Tenía por delante casi trescientos kilómetros hasta el lugar de llegada: Alcalá de Júcar.
¿Qué necesidad tenía de ir a Alcalá de Júcar un miércoles cualquiera? Ninguna. Pero es una de las cosas que tengo qué hacer para no morir todavía. Si me atengo a los cinco niveles de la pirámide de Maslow necesito atender el 1, 2 y 5; sin embargo, me ahorro el 3 y 4 (sociales y reconocimiento). No está mal, porque de los dos que puedo prescindir me hacen más libre, aunque no más feliz.
El libro que seguí oyendo cuando salí de mi casa era La búsqueda de la felicidad, de Victoria Camps. El título da risa, aunque a mí ninguna, o sí. No sé. Lo cierto es que este ensayo está realmente bien porque Victoria es una mujer que duda, y, por supuesto de la felicidad ¿cómo no? Es una mujer inteligente. De hecho, hacía unos días que había terminado Elogio de la duda. Siempre necesaria. Aunque si dudara un poco más de lo que lo hago sería abducido por una catarsis existencial o fenómeno paranormal y desaparecería sin dejar rastro, como hizo Ambrose Bierce (s XIX), Nunca fue encontrado, aunque probablemente ni siquiera lo buscaron.
Dijo en su Diccionario del diablo: “AÑO: Un periodo de trescientas sesenta y cinco decepciones”. Puedo entender a ese hombre. Bierce contaba los días como decepciones, yo también, aunque no exactamente porque más que decepciones son agujeros negros de los que no recuerdo nada, aunque para eso lleve este diario, para recordar; pero como no vuelvo a leer lo ya escrito y leído, no me acuerdo si he vivido o no, y tan solo me he arrastrado por el tiempo como un jodido y sucio gusano…
Ahora, en estos días, hace justo un año que viajé (a Huesca y Navarra), dos provincias; ahora reincido en lo mismo (este año, también, las provincias de dos en dos)…
La Fotografía: Llegué exhausto a Alcalá de Júcar, que es el sitio más lejano del mundo. Me parecía que a medida que avanzaba el pueblo se alejaba de mí, huía de mi proximidad y presencia en sus calles (me gusta imaginar que soy el viajero maldito). Hasta dudé de que existiera realmente. Pero sí, existía. Aparqué el coche en la orilla del Júcar, o eso supuse porque allí, en la base de la montaña donde habían construido la población con un castillo en lo más alto, había un río que solo podía llamarse Júcar, porque si no todo sería un error. Comencé a subir hacía el castillo, que estaría cerrado porque eran las dos de la tarde, y los guardianes de los castillos paran para comer y dormir la siesta. Subí en zigzag para sufrir menos, por calles intrincadas y blancas. En el ascenso y descenso me encontré con numerosas entradas a cuervas, de pago claro. Una de ellas se llamaba del Diablo, como el diccionario de Bierce. No entré en ninguna. Sin embargo, si me tropecé con una, hacia la cima del monte, en la que estaban en Liquidación Existencial, como yo. Tampoco entré para no ser abducido y desparecer para siempre (como Bierce), en la procelosa liquidación existencial en la que estaban inmersos. Me dio miedo. Me limité a fotografiar y seguir mi ascensión al castillo cerrado, para evitar que pudiera entrar.