LOS MICROVIAJES
Albacete y Jaén: día 1 y 4
Miércoles, veinticuatro de septiembre de dos mil veinticinco
… Uno de los momentos más penosos de mis Microviajes, que se repite con frecuencia, es cuando me encuentro en una capital de provincia, Albacete en este caso, y tengo que salir de ella para viajar a un pueblo cualquiera para dormir en un hotel de mierda y así ahorrarme 40 ó 50 € que casi me gasto en gasolina e incomodidades. ¡Hay que ser idiota! Lo soy.
En este caso el hotel lo reservé en un pequeño pueblo llamado Fuensanta, a 44 km. Había que llegar por carreteras locales casi todo el trayecto. Como se hizo de noche oscura, el navegador se desorientó o quizá fui yo (suele pasarnos a él o a mí). Es sencillo: él me indica una desviación, que en la oscuridad a mí se me pasa, pero él sigue indicándome como si nada pasara, pero si pasa, porque vamos fatal. No, no me dice que cambie de sentido, sino que siga tomando carreteras siempre hacia delante. Cuando me di cuenta, nos habíamos alejado imprudentemente de la buena dirección a Fuensanta. Cambié de sentido en la pequeña carretera que no sé dónde me habría llevado, a Murcia, tal vez.
El dueño del hotel me puso un mensaje preguntándome a qué hora llegaría (seguro qué quería cenar o acostarse). Por fin llegué y llamé al hotelero, que se presentó en su coche casi en pijama (chanclas de andar por casa llevaba). Era del estilo “simpaticote”, cordial y confianzudo. Me gusta ese perfil en los hoteleros rurales.
Me mostró la habitación, las instalaciones y el funcionamiento del hotel, nada complicado, por cierto. Solo pernoctaría yo. Con una llave para entrar y salir, tenía suficiente. Me la dio, claro.
Para cenar, me recomendó el único bar abierto del pueblo, que estaba a punto de cerrar, según me dijo…
La Fotografía: El bar, a un lado de la calle, al otro las mesas de la terraza, donde había primero dos mesas ocupadas y luego solo una. Todos estaban juntos, como en familia, sin serlo (supongo). El bar lo atendía un chico joven tatuado, muy desenvuelto y expeditivo. Pastoreaba con autoridad a los clientes habituales, y a mí, que me trató igual que a ellos. Tardó una eternidad en servirme una oreja de cerdo a la plancha, nadando en aceite y una cerveza (un asco de cena). Mientras cené se concentró en una de las mesas una tertulia de seis o siete tíos del pueblo, que hablaban alto y sin miramientos. Reían fuerte las gracias de unos y otros. Comentaban lo que parecían ser las cosas cotidianas del pueblo y de sus vidas, que les hacía mucha gracia, además. Es lo que tiene vivir en lugares chicos, me parece, que nadie está solo, todos se conocen y hablan y ríen todos con todos y de todo. Sacan a la calle su humanidad, la confianza y la conformidad con sus vidas y el lugar donde viven. Daba gusto verlos. Seguramente llevaban todo el verano y todos los veranos reuniéndose al fresco en ese bar y a esas horas, para compartir las cosas que les pasaban. Parecían felices y agradecidos.