Diario de la Soledad (cinco y dos)
“Esa es la infancia: la edad de los hallazgos perdurables. Por eso la infancia es para siempre”. Luis Landero
Miércoles, uno de octubre de dos mil veinticinco
… En Argés, tal vez mi pueblo de origen, que nunca he considerado como tal, suelo ir a caminar a un pantano cercano, pero hoy no me apetecía.
Me propuse: ¿por qué no te acercas a la que fue tu casa de niño, que ya hace siete años que estuviste y por poco acabas en la cárcel porque te pillaron rompiendo una reja para entrar en la casa abandonada desde hace años y fotografiar? Acepté la sugerencia.
El plan era, dejar el coche en Argés e ir caminando, así sabría exactamente la distancia que hay y que en ocasiones cubríamos andando o en borrica para comprar víveres e ir al médico porque yo de niño enfermaba mucho de gripes, enfriamientos y anginas (la casa, en invierno estaba helada). La penicilina me la inyectaba mi madre o mi padre, con grandes aspavientos dolorosos por mi parte.
Caminé despacio, como siempre.
La distancia era de 3,5 km. No estaba lejos, pero a mí de niño me parecía que sí (ida y vuelta 7 km, distancia considerable, pero no para las gentes de aquel tiempo, que éramos capaces de caminar largos trayectos al día). También me fijé en la distancia que había desde la casa a la carretera por donde pasaban los autobuses de pueblos limítrofes hacia Toledo, que resulto ser de 2 km. Nos colocábamos en la cuneta y cuando veíamos venir el autobús, mi madre o mi padre, hacían señas para que pararan y nos recogieran, lo que siempre hacían. A la ciudad había doce kilómetros, más o menos.
Ahora, esa finca ha adquirido una cierta notoriedad ya que han instalado a dos kilómetros, o algo menos, a campo a traviesa, de la que fue mi casa, el parque Puy de Fou. Me resulta extraño pensar que en un lugar que para mí era desértico, ahora sea visitado por cientos de personas a diario. Aunque el acceso sea por el lado contrario de dónde vivíamos nosotros, el cerro del acebuchal, que sigue siendo agreste y abandonado, igual que entonces.
Viví en esa casa hasta los nueve años. Los tres últimos compartido con la casa de mis abuelos maternos (para ir al colegio de una finca grande), dos tercios, más o menos, más pequeña que la muestra. Ninguna tenía suministros de agua ni de luz, y ambas eran llamadas las “casas del cerro”, porque las dos estaban ubicadas en cerros solos.
A medida que caminaba, además de oír la lectura del día: El pensamiento moderno, de Luis Villoro; reflexionaba sobre hasta qué punto pudo marcar mi carácter y forma de sentir y relacionarme con el mundo y en sociedad, el hecho de vivir mis primeros nueve años de vida en soledad, sin gente ni niños cerca (salvo de los seis a los nueve porque ya asistía al colegio). Lo que sí sé es que tengo trazas de comportamientos inseguros, atemorizados e incluso acomplejados, que sospecho que me vienen desde entonces (o no). Nunca he sido valiente, y eso tiene que ver con otros designios o herencias. Además de una marcada inclinación hacia vivir en solitario, al margen y alejado de la gente (para que no me hieran, supongo). Ahora, soy incapaz de elaborar una teoría fiable sobre la influencia que pudieron tener aquellas vivencias en la forja de mi manera de ser desde entonces. No estoy capacitado para eso, me falta perspectiva y lucidez.
Volví al pueblo, compré el aceite y regresé a mi casa. Ya no salí a nada, y supongo que no lo haré el resto de la semana, salvo a pasear sin Mi Charlie, que ya hace un mes que no lo tengo. Es la edad de las pérdidas.
La Fotografía: Así me encontré la casa hoy, con la reja de la ventana de la derecha de la puerta reparada por el dueño (arranqué dos barrotes tirando con una cadena enganchada al coche). Nunca he hecho algo parecido en mi vida ¡puto salvaje! Pensé que los dueños habían abandonado la casa y no les importaría demasiado y para mí era una obsesión entrar a fotografiar donde me críe (estaba seguro de que si hubiera pedido una llave para entrar no me la habrían facilitado). Estúpida decisión por mi parte. Los dos hombres que me pillaron dentro de la casa, con Mi Charlie (amenazó con morder a uno de ellos), tenían intención de llamar a la Guardia Civil. Finalmente se apiadaron y no lo hicieron, o quizá les dio pereza el lío (más bien debió ser eso). Claro, tuve que deshacerme en disculpas, casi llorosas y acobardadas. Fui ridículo. Lo curioso es que el dueño de la finca, cuando nos despedimos, me dijo que fuera por allí cuando quisiera. No volví, claro, sentía vergüenza, hasta ayer que volví, pero no me vio nadie.