LOS MICROVIAJES
Albacete y Jaén: día 4 y 3
Sábado, veintisiete de septiembre de dos mil veinticinco
… Llegué al núcleo de Martos a las seis y media, más o menos. No encontré el centro urbano con la ayuda del navegador, una vez más me lo impidió una calle cortada, en este caso una feria popular. Aparqué frente a la estación de autobuses. Tenía intención de llegar a una plaza céntrica y subir al castillo que se encontraba en la parte más alta de la población. La plaza no la encontré e inicié una trabajosa ascensión por calles laberínticas y empinadas. Me veía obligado a cambiar de dirección constantemente, pero ese zigzag me ayudó en la ascensión. Subí a la única torre del castillo, desde donde se divisaba el caserío blanco en perspectiva declinante hasta los límites de la población. Por las calles del barrio viejo y popular, tanto en la ascensión como en la bajada, me encontré con muy pocas personas, apenas cinco o seis.
Llevaba la intención de buscar el centro urbano, donde se concentran bares terrazas, paseantes, en fin, lo que siempre espero encontrarme en pueblos y ciudades, pero no en este caso. En la parte baja, había avenidas colindantes con un gran parque, en las que suponía que me encontraría la animación popular y urbana. Recorrí dos o tres y nada, estaban vacías, solo vi a alguna persona sola, o unas pocas parejas mustias a lo largo de cientos de metros. Martos, al menos en mi recorrido, me parecía una ciudad fantasmal, desangelada, ausente.
Contrariado, me advertí: -hoy no cenas, tío-
A las ocho y media decidí volver al hotel. Al menos ahí podría estar más cómodo que caminando por calles solas.
En la recepción se encontraba una mujer, alta, estilosa y de porte elegante, aunque informal. Debía estar cerca de la cincuentena. Deduje que era la hija del señor que me había atendido cuando llegué, ya que la mencionó. Le pregunté si podía servirme una cerveza. Me acompañó a la amplia cafetería de larguísima y cuidada barra y me la sirvió junto con unas patatas fritas. Como se mostraba simpática y comunicativa aproveché para preguntarle por qué la ciudad no parecía tener vida. Me contó que, paulatinamente y desde que era Casablanca, las zonas comerciales se habían ido desplazando hacia la periferia, concretamente, en lo que se refería a bares y restaurantes, a tan solo doscientos metros del propio hotel. Me indicó cómo llegar.
Con intención de cenar y conocer la noche de sábado de Martos, me acerqué, y sí, en una larga avenida los bares-restaurantes-terrazas se sucedían uno tras otro. Había muchos y en todos bastantes clientes de todas las edades.
Me decidí por una de las terrazas y me senté. Una vez más lo hice mal, la comida era horrorosa (flamenquines). Tuve que dejarme la mitad.
Algunos de los clientes del pueblo, deduje, ya que observé que se saludaban unos con otros y a los que pasaban, hablaban alto entre sí; presté atención para enterarme de los asuntos se traían entre manos; pero fue inútil porque apenas si conseguí entenderlos. Era su mundo y su manera de hablar; todo demasiado complicado para mí.
Volví al hotel en torno a las diez y media. Me acosté. El sábado noche no me cundió nada en Martos.
La Fotografía: La hija del Hidalgo mayor (suponiendo que se llamaran así), en la amable conversación que tuve con ella en el bar, me ofreció subir por la mañana a la terraza del hotel por si me interesaba fotografiar, ya que se divisaba una panorámica del pueblo y de la plaza de toros. La puerta estaría abierta, me dijo. Sonaba clandestino. Eso me gustó. El domingo temprano, subí, claro. Y, efectivamente, la plaza de toros estaba debajo mismo de la terraza (desde donde se podían ver las corridas como en la propia plaza, o mejor. Al fondo el pueblo. Fotografié ambas atracciones; pero lo que me interesó infinitamente más, fue la propia terraza, grande, con mobiliario de fiesta y copas, pero que parecía que hacía tiempo que la fiesta había acabado. Emitía señales inequívocas de decadencia.