LOS DÍAS 31
“Si alguien se alegra de verte, vives dos veces”. Manuel Vilas
Lunes, veintisiete de octubre de dos mil veinticinco
El sábado pasado trabajé bastante en mis cosas, para no morir mañana, como siempre. A media mañana, caminé por el pinar de mi barrio. Por la tarde escribí (ya no me acuerdo sobre qué).
Paré, como siempre, a la hora que mandan mis rutinas. Cené.
Ya en la calle, empujé estúpida pero compasivamente a mis agotados deseos, a los que someto a mi férrea voluntad con poco éxito. La experiencia del sábado por la noche fue comprensiva y piadosa, de una melancolía sin alegría ni tristeza. Resignada. Todo fue normal por la única razón de que ciertas cosas solo pueden ser como son.
Después, fui al bar de copas geriátricas al que hacía meses que no iba. Pocas y estragadas gentes que ni bailaban ni hacían nada en especial, salvo estar de pie y quietas. No importaba, yo estaba bien (más o menos).
Dos descerebradas muchachitas pinchaban música trasnochada a un volumen insoportable ¡puro terrorismo para matar viejos por intoxicación sonora!
No di importancia a semejante despropósito estético y vivencial porque me sentía bien. Salí a la terraza para aliviarme del estruendo. Dos mujeres de mediana edad me pidieron que les hiciera una foto con la ciudad al fondo. Me sorprendió, sobre todo porque tenían una presencia agradable y simpática (las mujeres de ese perfil nunca me piden nada). Se la hice encantado. Pero la razón no era fotográfica, no, fue porque una de ellas me situó, nebulosamente, entre jirones de su memoria, en una relación amistosa de hacía bastantes años (casi veinte), y quiso cerciorarse. Me preguntó si era yo, y claro que lo era. Nos alegramos de reconocernos y de haber coincidido, yo al menos sí. A su amiga no la conocía, por supuesto.
Ese pasado compartido fue de momentos festivos y coincidencias turísticas matrimoniales. Ambos teníamos parejas en aquellos años. Ya no, ni ella ni yo. Hasta podíamos ligar entonces, pensé audazmente. Aunque ahora todo sea costoso y la audacia improbable.
Pasamos algo más de una hora, charlando de nuestras vidas y recuerdos, aunque más que de nosotros, hablamos de nuestros perros muertos, y ellas de los suyos actuales (los han sustituido con otros, yo no).
La noche, inesperadamente, fue grata y entretenida. Nos alegramos de vernos (al menos mi amiga lo dijo), así que, inesperadamente, el sábado por la noche viví dos veces, según dice Vilas, con razón.
Nos acercarnos a otro bar próximo, de mucho éxito, que antes fue de viejos (popularmente se le conocía como “El Desguace”), ahora de gente joven. Ni siquiera intentamos entrar porque lo vimos abarrotado y con fila para entrar, de jóvenes, claro. Desistimos, demasiado ajetreo fuera de contexto, al menos para mí.
Decidimos retirarnos y despedirnos. Mi antigua amiga y yo intercambiamos teléfonos y nos ofrecimos volver a vernos. Lo haremos pronto porque si no, a poco que pase algo de tiempo, el propósito se diluirá entre rutinas y desalientos sobrevenidos.
Esas dos mujeres y yo éramos personas solas y aburridas, presumo (yo al menos sí), sin proyectos vitales lúdicos o festivos o de fines de semana graciosos. Ellas, a primera hora de la noche habían hecho una ruta turística con vecinas. por los cobertizos toledanos, que no es otra cosa que caminar (con guía soltando el rollo), por calles viejas, tristes, solitarias y oscuras ¡¡¡menudo planazo de fin de semana!!!
Me estoy poniendo tan dogmático y maniqueo como siempre.
La Fotografía: No sabía que foto traer hoy al diario, me ha costado encontrarla (quizá habría sido pertinente alguna de los cobertizos); pero me he decidido por una escultura de mujer con perrito, de la última muestra de Estampa, porque al fin y al cabo hablamos mucho de perritos.