Diario de un hombre Invisible: 6 y 4
“La vejez no sirve para nada. Si yo hubiese creado el mundo habría situado el amor al final de la vida. Los seres humanos se habrían visto sostenidos, hasta el final, por una esperanza confusa, pero prodigiosa”. Henri Roorda
Viernes, veintiuno de noviembre de dos mil veinticinco
… En la web más densamente poblada, pueden entrar al día quince o veinte nuevos perfiles (algunos repetidos), casi todos anodinos, salvo alguna que otra excepción. Una de ellas, sexagenaria (todas lo son porque, sensata y coherentemente, tengo acotado el segmento de edad), me pareció inusitadamente divertida e inteligente en la confección de su perfil. En alguna de sus respuestas, me hizo reír francamente, por ejemplo, cuando contestó a la pregunta de cuál era el camino a su corazón: las recomendaciones de mi cardiólogo, dijo.
Me hizo tanta gracia que no pude resistirme a enviarle un correo felicitándola por su sentido del humor. También lo hice porque tenía un cierto atractivo. Ninguna mujer contesta a los mensajes, sean los que sean, aunque compongas una colección de poemas de amor de altura nerudiana; eso daría igual porque son mujeres-zombi, nacidas de algoritmos, supongo; o vivas, pero extremadamente pasivas. O, de exquisito criterio y por eso nunca me consideran como opción; también eso puede ser.
Me olvidé de esa mujer, nada más enviar el mensaje.
Hay noches que duermo intermitentemente: a veces, sin venir a cuento me despierto. El otro día, sin ir más lejos, me sucedió a las cuatro y media de la madrugada. Maniáticamente miré el dichoso móvil. Y, mira por dónde, me encontré un correo de la web diciéndome que una tal Sofía me había enviado un mensaje (no recordaba a ninguna mujer llamada así). La misiva, oh sorpresa, era la mujer divertida a la que había escrito hacía diez días (se había tomado su tiempo para contestar). Me daba las gracias por el mío y como yo, en mi presentación me autopromociono desplegando mis valores y encantos, “que son muchos” para finalmente definirme como un “mirlo blanco”; ella no pudo resistirse y me escribió, a las 2:30 h.: “Hola Pepe, muchas gracias por tus palabras. He leído tu perfil y también me parece genial… No es fácil encontrar a un mirlo blanco”. ¡Qué graciosa, me dije!
Como me había desvelado la contesté sobre la marcha: –Hola, Sofía, gracias por responder. Aunque has tardado mucho, no has llegado tarde: aquí sigo, esperándote, virgen y mártir y pensando en ti, tan temprano… Continué con alguna otra cortesía a propósito de su perfil y el mío, graciosas, sobre viajes en el tiempo, por si era una de esas mujeres que quieren que se las haga reír.
Naturalmente sabía que, a mi mensaje de sutil e insinuante cortejo, no contestaría.
Así es mi vida, sustentada sobre mi teléfono a través de los treinta o cuarenta correos que recibo, que no me cunden en absoluto, pero mejor que entren que el sepulcral silencio. Creo.
Este invierno de mi vida se me hará largo, seguro.
La Fotografía: Vuelvo a la película de Carretera perdida, que tanto me está rindiendo para el cuento de estos días, y, la de hoy, no puede ser más idónea: mi cara con la expresión que me produjo despertarme súbitamente en la alta madrugada, y encontrarme con un mensaje de una divertida mujer.