CENA RARA 9.1
“Buscar cómplices de tus oscuridades y de tus iluminaciones, eso es la vida. Gente con la que hablar”. Manuel Vilas
Sábado, veintidós de noviembre de dos mil veinticinco
Déjà vu, en el escenario al que llamo: Cenas Raras. La novena a la que asistía en casi dos años, todas olvidadas ya (salvo por el acta que levanté en este diario).
Los organizadores dicen que la soledad puede causar terribles males en los solitarios, a saber:
“Enfermedad cardíaca en un 29%; ictus en un 32%; y demencia un 50%. También dicen que el cuerpo del solitario interpreta su síndrome como una crisis de supervivencia que estresa el cuerpo y debilita el sistema inmunitario. Sí, eso aseguran, y luego te proponen asistir a sus cenas o a encuentros lúdicos (copas)”.
Creo que exageran, y no solo; sino que el hecho de socializar no asegura la disminución del riesgo de volverte loco, pongo por caso.
-Hablar con gente-, eso dice Vilas (mi escritor preferido). Por unas razones y por otras, a eso fui a Madrid ayer por la tarde; pero no solo, porque a mí hablar con la gente, apenas me interesa. Más bien buscaba una tormenta eléctrica emocional y vivencial.
Primero pasé por dos salas de exposiciones, donde se va a ver, pero ni a escuchar ni a hablar. Esa experiencia, ya la contaré.
Al restaurante, en la calle Almirante, 2, llegué diez minutos antes. En la mesa reservada ya había un tipo sentado. Lo saludé con cordialidad y recelo al mismo tiempo. La razón: era joven (51 años, dijo tener, e incluso menos aparentaba). No suelo entenderme con gente así, porque a partir de la edad sexagenaria, suelen tratarnos como gente mayor, con una cierta superioridad y larvado desprecio.
Estoy muy harto de esa mierda.
Dijo llamarse Max (era mentira, pero daba igual). Enseguida me dijo su edad (para marcar distancias, supongo) y me preguntó la mía, que le dije sin reservas, solo faltaba que mintiera para aliviar su notorio malestar, por nada del mundo.
No se reprimió en decir que los organizadores no hacían bien su trabajo colocando en la misma mesa a personas de gran diferencia de edad: jóvenes como él, con viejos como yo (veintiún años nos separaban, luego imposible que nos entendiéramos); aunque eso no lo dijo, lo pensó porque se le transparentó la idea en su loquita cabecita (valen los diminutivos en este caso).
Me tomé a ese individuo con reservas sin caer en gestos de evidente antipatía que es lo que sentía.
Dijo ser comercial: vendía betunes y complementos para arreglar zapatos.
Sus intervenciones, a lo largo de la velada que más bien me pareció velatorio, con la inteligencia de cuerpo presente, estuvieron centradas en demostrar su evidente incultura, que conseguía con gran facilidad y desparpajo desacomplejado…
La Fotografía: Minuto uno: me sitúo en esta performance metafórica a la derecha de la imagen. Soy el viejo. A la izquierda, el tipo joven que me encontré en la mesa, el que no veía con buenos ojos a los que somos calificados habitualmente como señores mayores, o simplemente viejos (se refirió a un sexagenario en su cena anterior, como «persona mayor»).