La vida superflua 3
A propósito de Celedonio Perellón: “Es cautivadoramente perfecto, peligrosa y dulce y cruelmente perfecto; de él pudiera decirse, si no fuera confundidora la comparación, que en su corazón habita aquel miedo que Huxley sentía por el artista que se pasa al bando de los ángeles. Pero digámoslo cuanto antes: su luminosa perfección más tiene de demoníaca que de angélica y menos de fatal que de deliberada, ya que el primer error que pudiera cometerse ante un cuadro suyo sería el querer emparentarlo con alguien». Camilo José Cela
Domingo, treinta de noviembre de dos mil veinticinco
Ha amanecido lloviendo…
Tengo una estupenda relación anímica con la lluvia. Sí, porque aprovecho para recluirme sin culpa en mi torre de clausura, como Montaigne toledano redivivo.
La responsabilidad de mi irredento ostracismo la tiene la lluvia, me digo: “Menuda idiotez, por Dios”.
Mi vida no es otra cosa que idioteces apiladas.
Ayer, por la mañana, bajo un frío sol invernal, decidí caminar por la polvorienta y sombría ciudad, por sus intrincadas y empinadas calles (a veces siento esa debilidad).
Llegué por una estrecha senda, con piedras sobre mi cabeza, que abraza el cerro de la ciudad, con el río debajo, hasta la zona de San Torcuato, o San Cipriano. En esta última, solitaria (todas esas calles, cuestas y plazas estaban vacías y eso me gusta, por eso fui), me encontré con una placa de cerámica dedicada a un insigne pintor madrileño y al parecer, toledano de adopción, llamado Celedonio Perellón, que vivió desde 1926 hasta 2015 (una larga vida, hasta hace nada), y que yo no conocía. Me sorprendió: a lo largo de décadas nunca supe de ese artista en la ciudad. Nunca termino de asombrarme de hasta dónde llega mi inabarcable ignorancia.
En la placa, de regular tamaño, aparte de un autorretrato dibujado del artista, había un texto largo de homenaje de Camilo José Cela, espantosamente escrito (cita de hoy), de tal modo que, después de leerlo dos veces, me pregunté ¿qué coño dijo Cela sobre Perellón? No me respondí, me encogí de hombros y continué mi caprichosa marcha, de incesantes subidas y bajadas.
Si posees méritos y un nombre célebre, puedes decir lo que te pase por los huevos de quién sea, esté mal o bien dicho.
Y en esto llegué a la Calle de la Mano, que no recordaba su existencia, si es que lo supe alguna vez. Al parecer, según el subtítulo de la placa, la mano era de un reo ajusticiado en Zocodover, y la expusieron en esta calle, para ejemplarizar. Seguramente en el barrio vivían delincuentes a los que asustar.
Mis paseos por la ciudad siempre terminan en Zocodover; a veces, cuando llego a esta plaza principal, me compro mazapán y otras no, ayer tocó que no.
Volví a mi casa a las doce y media. Antes de llegar, pasé frente a la puerta de mi vecina, que en ese momento salía con sus dos perros, uno enano, de su hija, al que ella cuida a veces. Al jodido perro, puede que sea el más feo y malo de la ciudad, no le gusté, es más, empezó una diabólica danza guerrera a mi alrededor, ladrando como cancerbero del infierno, y, no contento con eso, me mordió el hijo de puta. No dije nada para no alarmar a mi vecina. Ya en mi casa me curé el picotazo del diabólico animal, que sangraba un poco.
El resto del día lo pasé en silencio, recogido devotamente. Por la noche tuve una larga conversación telefónica con Beatriz. Estamos intentando saber si podemos entendernos más allá de la relación a distancia (ella vive en Madrid) a través de llamadas y mensajería. Veremos, a mí me gusta; yo a ella, no lo sé, aunque me da la impresión de que no mucho.
Me acosté a las doce y media, una excepción porque era sábado noche. Salir a tomar una copa y ver si me encontraba con alguna mujer interesante, ni se me ocurrió.
La Fotografia: Callejeando hacía Zocodover, en la calle Trinidad, y en la sala del Arzobispado, había una exposición titulada: “Símbolo: Luz de Nicea”. De Córdoba a Toledo. Naturalmente entré. Cuando hay exposiciones en ese espacio gris y algo sombrío, y paso por la puerta, entro: A veces veo y otras solo miro. Fue lo que hice, además de fotografiar improvisadamente con mi móvil. Entre las obras expuestas, algunas verdaderamente meritorias por antiguas y bellas, como un códice original o una réplica del Sarcófago Lateranense, también había un Jesucristo alienígena y raro, justo el fotografiado. Decía en una cartela el comisario de la muestra: “…para mostrar que la fe proclamada en los primeros Concilios, lejos de ser algo abstracto, se traduce, ayer, hoy y siempre, “en una vida llena de confianza, de fuerza, de caridad y de esperanza”. No me lo creí.